Lo más parecido que existe a una ley injusta es una ley de justa inspiración pero de inviable práctica, es decir, de imposible cumplimiento. Y de eso precisamente acusaban los indios mexicanos a esa Ley de Derechos Indígenas que el Gobierno se apresuró a mandar al Parlamento del país para que éste la aprobara prácticamente al galope. A su juicio, si bien es cierto que la ley reconoce los derechos de los indígenas, no incluye los mecanismos para ejercerlos. Dicho de otra manera, la ley puede llegar a acabar con la secular discriminación de que han venido siendo objeto los indios de México pero no los convertirá en auténticamente libres. Sensible a la queja del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y de sus aliados, y también temeroso de no poder cumplir lo prometido en su programa, el presidente Fox ha rectificado y ha enviado de nuevo la ley al Congreso para su revisión. A pesar de que se encontraba forzado por las circunstancias, justo es reconocer que su decisión le honra. Lo que no quiere decir, ni mucho menos, que vaya a lograr el éxito en su empresa, reconocidas la irrenunciables exigencias de los indígenas y la distancia que las separa de las «concesiones» a las que estaría dispuesto el Gobierno. En este asunto, el Ejecutivo mexicano ha medido mal el efecto que estaba llamada a causar la ley; se creyó que reconociendo por vez primera que los indios eran individuos objeto de derechos, éstos se darían por satisfechos. Y lo cierto es que ya es algo tarde para que las cosas vayan así. En México hay 10 millones de indios, lo que les convierte en el 10% de la población total; y a ese argumento cuantitativo, habría que añadir el cualitativo. Los indios de hoy, no son aquellos desharrapados de antaño víctimas de su destino. Como ya lo han demostrado, tienen fuerza, cuentan con mucho apoyo y son capaces de unirse en una causa común. El Gobierno está obligado a tenerlo en cuenta, ya que de lo contrario pondrá de relieve que décadas de revolución y 70 años de priísmo no habrán servido absolutamente para nada.