El esquiador hispanoalemán Johann Muehlegg, positivo en los Juegos de Salt Lake City con una sustancia denominada «darbepoetin», ha devuelto el dopaje a un primer plano de la actualidad. Si hace unos pocos meses los casos del ciclista mallorquín Joan Llaneras "que después pudo demostrar su inocencia" y el futbolista catalán Josep Guardiola convulsionaron a la opinión pública, el movimiento sísmico que ha provocado Muehlegg también ha sido enorme. Mientras el Gobierno mantiene su apoyo al deportista, la Casa Real ha decidido aplazar la audiencia que tenía prevista para hoy.

Al margen de la tormenta política, la confirmación del positivo de Johann Muehlegg ha dejado el poso de hipocresía habitual en cualquier caso de dopaje. Con el deporte profesional en manos de las grandes multinacionales, la convivencia entre los viejos valores del barón Pierre de Cubertain "«mens sana in corpore sano»" y la realidad social y económica empieza a resultar utópica. Si siempre se ha argumentado que los deportistas que recurren a sustancias prohibidas atentan contra su propia vida, la realidad es que la alta competición tiene muy poco de saludable. ¿Es saludable jugar tres partidos por semana o montar sobre una bicicleta durante 21 días consecutivos a un promedio de 45 kilómetros por hora?

En el siglo XXI el deporte profesional se ha despojado de muchas cosas y ha ido asumiendo otras hasta convertirse en un espectáculo de entretenimiento; un circo donde las exigencias son proporcionales a las cifras que se manejan. Ante esta tesitura, la Administración pública y las federaciones internacionales deberían replantearse muchas cosas; reorientar la dirección y normativa de un producto millonario pero salpicado demasiado a menudo por la hipocresía.