La detención de una pareja de sa Penya bajo la acusación de tráfico de drogas la semana pasada fue una entrada más en el negro listado de vicisitudes de un barrio que por distintas circunstancias se ha convertido en el punto geográfico sobre el que gira la pequeña delincuencia de la isla, sobre todo la directamente relacionada con el consumo de estupefacientes. Entrar por las calles de este antiguo barrio de pescadores es pasar una barrera de espacio/tiempo. Los distintos avatares de la sociedad insular y la desidia institucional le han condenado a lo que es hoy. Un repaso a las actuaciones policiales de las últimas décadas sirven para constatar que, a pesar del amplio conocimiento que se tiene de lo que allí ocurre, la solución es mucho más compleja de lo que gustaría, hasta el punto de que todos los que se han enfrentado al problema tienen más pronto o más tarde la tentación de abandonar a este micromundo a su suerte. No es justo, sin embargo. Este rincón de la ciudad tiene un potencial de desarrollo enorme que la marginación, voluntaria o provocada, no tiene derecho a cercenar. Hay que exigir a los poderes públicos, defensores del interés general, un plan definitivo que devuelva a la zona el lugar que ocupaba en el pasado y no sólo por lo que supone de recuperación arquitectónica de un área que se cae a trozos sino porque se tendrá bajo control el tráfico de droga y lo que en torno a ella ha surgido y se ha desarrollado. Puede ser fácil, pero es necesario. Pocas veces se da una concentración de tantos problemas en torno a un punto tan concreto; esa ventaja tiene que ser aprovechada y exprimida al máximo. Sería un error no hacerlo. Aprendamos del pasado y pensemos en el futuro, porque de lo que aquí se genera todos podemos ser víctimas potenciales, y ese es un riesgo demasiado alto. Conformarse es aceptar lo inaceptable, y con el bienestar no se juega.