Las imágenes que hemos podido ver en televisión y hoy en todos los diarios nos hablan de una escalada sin salida que no puede conducir más que al dolor y a la vergüenza. Porque resulta vergonzoso que un Estado como el israelí, que se creó precisamente para restañar el dolor de los millones de víctimas injustificadas entre el pueblo judío a lo largo de los siglos, esté aplicando su propia medicina a otro pueblo, el palestino, que únicamente aspira a recibir cierto grado lógico de respeto.

Que el terrorismo debe perseguirse con firmeza es algo que todos comprendemos, pero matando niños no se conseguirá nunca dar un paso hacia adelante. Bien al contrario, la última acción, ordenada por el brutal Ariel Sharon para «cazar» a un conocido terrorista en Gaza, sólo puede generar la justificación palestina para emprender otra nueva oleada de matanzas contra los vecinos israelíes.

Así que en esa tierra sagrada en la que siglos atrás se instituyó la ley del «ojo por ojo», esa premisa sigue siendo la que rige las decisiones de dirigentes y ciudadanos.

Hasta aquí parece que todo es inevitable, pero no lo es tanto controlar las reacciones internacionales. Que todo un George Bush manifestara ayer que la matanza de Gaza «no contribuye a la paz» es casi de chiste. Pues lo trágico del asunto es que sigue apoyando de forma incondicional a Israel, haga lo que haga. Y peor aún cuando ambas partes se habían sentado ya a la misma mesa para iniciar un diálogo que condujera a alcanzar algún atisbo de esperanza.

Hoy nada está más lejos. Miles de palestinos claman venganza y nadie podrá decir, después de ver esas imágenes de niños muertos, que no tienen razón. El mundo entero, hoy, debería estar de su parte.