La situación en Afganistán se complica sin que nadie sepa encontrar una solución. La estabilidad que intentaba alcanzar el país tras unas elecciones, complejas y sin garantías, es verdad, pero en las que el pueblo demostró gran valor al acudir a las urnas pese a las amenazas de los talibanes, no se ha materializado. Por contra, el país está sumido en un caos de violencia en el que la presencia de ejércitos extranjeros no parece suficiente como garante de la paz. Las fuerzas españolas presentes en Afganistán se han visto involucradas en dos ataques en la última semana, y el bombardeo aéreo de la OTAN que ha ocasionado tantas víctimas civiles es desproporcionado. El peligro para nuestros soldados es evidente, y a estas alturas es cuestionable que España deba mantener su presencia en un país que tiene tantos conflictos internos por resolver. Los ataques pueden proceder de los talibanes, pero también de otros insurgentes o de los traficantes de drogas. No se trata de intentar mantener la paz entre dos países en guerra, o entre dos etnias; se trata de un conflicto de muy difícil resolución.

La comparación entre Irak y Afganistán es inevitable. El origen de ambas invasiones tiene un objetivo similar, pero ésas fueron dos acciones promovidas desde Estados Unidos por el anterior Gobierno de Bush, amparadas por la OTAN, y a las que España se sumó de la mano de Aznar. Si fue posible replantearse el papel de nuestro país en Irak y abandonar, también es posible hacer lo mismo en Afganistán, pero hay que buscar el momento oportuno y siempre de común acuerdo con los aliados. Antes de proponer la ampliación de la presencia de tropas en Afganistán habría que analizar el papel que desempeñan, hoy por hoy, en ese país. Y enviar más efectivos militares únicamente para garantizar la seguridad del contingente español mientras se busca una salida política que permita la retirada de todas las tropas extranjeras.