Conmemoramos hoy el 31 aniversario de la Carta Magna aprobada y refrendada en 1978, con el fallecimiento reciente del que fuera uno de los padres de la misma, Jordi Solé Tura, un hombre que pertenece a una generación que supo, en aquellos momentos, renunciar a algunas de sus posiciones para conseguir un marco estable de convivencia que ha sido fundamental en el progreso democrático de España. Aquel espíritu de la Transición permitió restañar heridas y avanzar hasta lo que hoy somos.

Tres décadas más tarde, el país ha cambiado sustancialmente y los problemas a los que se enfrenta son muy distintos. Aun así, la enorme flexibilidad del texto constitucional ha permitido, permite y seguirá permitiendo interpretaciones diversas en algunos asuntos que podrían haber dado origen a cambios en el escrito original por meras disensiones políticas a cada cambio del mapa tras unas elecciones. Pero ése no ha sido el caso.

Sin embargo, preciso es señalar que, aun así, la Constitución no es algo inamovible que deba permanecer inalterable. De hecho, queda pendiente la reforma de la sucesión de la Corona para que mujeres y hombres de la Casa Real estén en condiciones de igualdad. O también, matizar algunos asuntos referentes al diseño territorial del Estado para que no se produzcan roces o interpretaciones sesgadas como los que origina el Estatut de Catalunya.

Ahora bien, cualquier modificación en este sentido requeriría de un amplio consenso que dé cabida a todos. Y, además, debería realizarse con serenidad y sentido común. La ley fundamental del Estado debe contemplar un marco estable, no maleable a conveniencia, pero eso no implica rigideces y, menos aún, en el tema del diseño autonómico.