Colecciono plumas y soy zurda, por lo que cada vez que las uso corren ríos de tinta por mi mano, camisa y cuaderno. Tengo una letra tan “particular” que todos mis compañeros de instituto y carrera rechazaron siempre mis apuntes y resúmenes. Nadie me copió nunca; no pudo. Mis anotaciones en las agendas de teléfono conjuntas de las redacciones en las que he trabajado eran siempre reescritas por otros “traductores” y mis compañeros de la radio llegaron a regalarme un año por mi cumpleaños una colección de cuadernos Rubio. Son hechos, realidades a pesar de las cuáles no he perdido el hábito de escribir a mano.

Obviamente este artículo, notas de prensa y todo el material laboral al que doy vida tienen olor a teclado, pero eso no significa que no sea una firme defensora de las libretas de anotaciones, de las agendas de toda la vida, de las cartas y de las dedicatorias manuscritas.

Las nuevas tecnologías son maravillosas. Han llegado para facilitarnos la vida, para universalizar nuestros mensajes y permitir que lleguen hasta cualquier confín de la Tierra, pero escribir a mano facilita un mejor conocimiento de la ortografía, una mayor fluidez de ideas a la hora de redactar, mejora la capacidad de lectura y, además, potencia la memoria. No lo digo yo, sino neurocientíficos y psicopedagogos en un estudio internacional que publica la revista “Psychological Science” donde afirman que el cerebro se activa más cuando se escribe que cuando se teclea.

Hoy vemos cómo los más pequeños aprenden antes a manejar un teléfono móvil que a hablar, son capaces de memorizar nuestras contraseñas e, incluso, teclean con menos de tres años sus nombres para enviárselos a ese cliente que no entiende por qué le llegan mensajes nuestros a las ocho de la mañana con iconos de animales (sí, a mí también me ha pasado).
Los nuevos planes educativos contemplan proyectar esta temprana alfabetización digital fomentando cada vez más el uso de las nuevas tecnologías, de modo que las tabletas son ya una herramienta que sustituye al cuaderno. El sueño de todo niño, no repetir incansables frases ñoñas en sus cuartillas y que los dictados no pusiesen de relevancia sus faltas de ortografía y de caligrafía, reduciendo además el esfuerzo en la formación, parece consumarse. Debates cerebrales a parte, no es lo mismo teclear unas letras ya existentes que solo tenemos que identificar, que representarlas mentalmente. En esencia, recuérdenlo ustedes mismos: no había manera más eficiente de prepararse un examen que elaborando complejas “chuletas” que lograban fijar con tal celo los conceptos escritos que te permitían dejarlas en la “nevera” de la que nunca debieron salir.

Este no pretende ser un artículo demonizador de la herramienta de trabajo más maravillosa que se ha desarrollado, sobre todo para los periodistas, sino un toque de atención para que no perdamos algo tan enriquecedor como el cultivo de nuestra propia caligrafía.

Con la grafomotricidad se desarrollan la discriminación auditiva y visual, la organización espacio-temporal, la correcta presión y prensión del instrumento de escritura y el dominio de la mano, entre otras habilidades, tal y como afirma el psicopedagogo Pablo Canosa, subdirector de Docencia de Fomento de Centros de Enseñanza.

Aprender a escribir correctamente, sin atentados a la RAE, no se logra solo leyendo mucho, como afirman algunos, sino interpretando, además, lo leído. Además no hay nada más emocionante que descubrir un poco más a las personas que apreciamos buceando en su caligrafía, dice mucho de nosotros. Tal vez si nos escribiésemos y leyésemos más nos equivocaríamos menos en todos los sentidos.