Cuando los barcos de pasajeros atracaban en el Port de Vila, no hace tanto tiempo de eso, el ritual para embarcar era siempre el mismo. Llegabas con el coche a la barrera y el vigilante de turno te pedía la tarjeta de embarque para poder entrar a ‘descargar’; «no puede aparcar, sólo descargar» decía repetitivamente. Nadie le hacía caso, todos aparcábamos como podíamos a un lado u otro des Martell. Entonces, cuando no había escaleras mecánicas, para subir al barco, ni estación marítima, ni arco de seguridad (no hace tanto tiempo de eso), esperabas en una larga cola de pasajeros para entrar al buque. Una espera que siempre se resolvía, en mi caso, de la siguiente manera: «te quedas tú en la cola y yo voy a por las ensaimadas». Y te dirigías a toda prisa a esa pastelería de toda la vida que olía a gloria al otro lado de la calle, salvando como podías el desnivel de la acera que curvaba hacia abajo intentando no matarte. El mostrador, curvado también como la calzada, no podía ser más sugerente. A mí siempre me recordaba a la chocolatería de debajo de casa de mi abuela en Madrid, donde hacían churros al instante que te despachaban docena en ristre en un alambre. Allí de niña miraba con los ojos como platos como moldeaban la masa de los churros y me apasionaba ver el proceso. Aquí, la puerta entreabierta de detrás del mostrador dejaba a la vista el obrador donde los mismos de siempre enroscaban serpenteando esa masa tan rica rellena de cabello de ángel.

«No vengas sin comprar ensaimadas de Los Andenes». Era la amenaza de los míos al otro lado del Mediterráneo. Y ahí iba yo, cargada como una burra y no sólo del dulce mencionado, porque entrar en Los Andenes era una perdición.

Ayer mi familia no se lo podía creer. Ellos, que son ‘murcianus’, adoraban esa pequeña pastelería del Puerto de Vila, igual que yo, igual que muchos ibicencos. Es una pena que sitios tan emblemáticos vayan cerrando sus puertas privando a las nuevas generaciones de esos sabores, de esos olores... Seguramente el traslado de los barcos de pasajeros al otro lado de la bahía ha sido beneficioso para todos... o bueno, igual para todos no.