El conquistador conquistado por la Malinche, Hernán Cortés, también era aficionado a eso que hoy llaman balconing. En Santiago de Cuba se rompió una pierna mientras saltaba a un balcón vertiginoso para cumplir una visita amorosa. Pero era un estratega formidable que sabía que sin riesgo no hay victoria.

Cinco siglos después un balconing muy diferente aumenta cada verano con turistas aullando a la luna, frustrados tras una noche de garrafón y pastillas rellenas de anestésico de caballo. Habitualmente son criaturas electrónicas, zombis de la modernidad, que marchan a la cama de madrugada con un gran vacío existencialista, sin corza a la que echar los tejos, sin ilusión por una vida hedonista y espiritual (no está reñida sino todo lo contrario).

¿Tanto han cambiado las cosas? Si plutócratas como Trump y Putin se reúnen en la hermosa Hamburgo (actualmente en estado de sitio, como era tan previsible) en una sala que parece la consulta de espera de un dentista, los modernos saltadores de balcones se arrojan al vacío, procurando hacer diana en la orinada piscina, con el deseo que su vuelo nocturno sea grabado y colgado en una red social.

El poder, el placer y la juerga tienen muchas variantes, pero van mejor con cierto sentido de la estética y conocimiento clásico del ars vitae. Presumimos de civilización, pero el embrutecimiento avanza tanto como baja la calidad de una enseñanza que destierra estúpidamente las humanidades.

Si saltas entre balcones, que sea a lo cortés.