Lo explicó de Quincey claramente: «Cuando alguien se permite asesinar alguna vez, no tardará en considerar que el robo es cosa de poca monta y de ahí pasará a darse a la bebida, a no guardar las fiestas de precepto y, en esa pendiente fatal, acabará practicando la descortesía y el remoloneo». Sustituya el lector «asesinar» por «saquear» y comprenderá el interés de parte de la clase política de una parte del territorio de nuestro Estado en sustraerse a su legislación penal: lo demás son pretextos emocionales basados en paparruchas históricas fácilmente desmontables.

Sentado lo anterior, conviene señalar que hay dos factores que han permitido el embravecimiento impune del desleal separatismo catalán.

En primer lugar, nuestra legislación penal; uno de los regalos que el partido socialista infligió al pueblo español fue la promulgación del pomposamente denominado «Código penal de la democracia». En el anterior, la declaración de independencia de parte del territorio nacional se incluía entre los fines del alzamiento rebelde (artículo 214) sin exigir los requisitos que hoy exige el 472 (»violenta y públicamente») porque la esencia del delito consistía en la finalidad de la acción y no en su modalidad. Además, el artículo 217 castigaba también como rebeldes a quienes cometieran «por astucia o por cualquier medio contrario a las leyes» algunos de los delitos contemplados en el mencionado artículo 214, por ejemplo la declaración de independencia de parte del territorio nacional. Tan claro era el propósito del legislador de defender el orden constitucional que castigaba con 6 a 12 años de prisión a quienes «atentaren contra la integridad de la nación española o promoviesen la independencia de todo o parte del territorio». Este tipo penal, hoy lamentablemente suprimido, procede de una Ley de 1900 que pasó al Código Penal de 1928 como traición, se mantuvo como rebelión en el de la República y continuó en el de 1944 y los posteriores. Fue suprimido en el de 1995 por obra y gracia del PSOE y, desde entonces, ningún gobierno ha reintroducido esa figura penal, dejando así a la intemperie nuestro orden constitucional frente a los movimientos secesionistas.

En segundo lugar, la inaplicación de previsiones legislativas en vigor que hubieran desactivado todo el proceso al privarle de los medios económicos necesarios para llevarlo a cabo. Me refiero a los contemplados en la sección tercera del capítulo IV de la Ley orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, cuyo artículo 26 incluso prevé la aplicación del artículo 155 de la Constitución en caso de violación de las obligaciones que impone. Lo grave es que esta inaplicación es responsabilidad directa del Gobierno actual y no resulta fácil comprender qué motivos pueden haberle llevado a una tan grave, cuando no delictiva por prevaricadora, dejación de funciones.

En el caso de que Cataluña se declarase independiente quedaría fuera de la UE porque no figuraría entre los estados enumerados en el artículo 52 del Tratado de la Unión Europea (Texto consolidado) y si decidiese solicitar su ingreso, en base al artículo 49 del Tratado de la Unión Europea (TUE), únicamente podría admitirse su candidatura si cumpliese las tres condiciones que enumera dicho artículo: ser un “Estado europeo”, «respetar los valores mencionados en el artículo 2» y tener en cuenta los “criterios de elegibilidad acordados por el Consejo Europeo” en 1993 en Copenhague.

Cualquier estudiante de Derecho sabe que no basta con declararse Estado para serlo porque para ello se necesita el reconocimiento de otros y para cumplir la condición de ser «un Estado europeo» primero hay que ser un Estado y el catalán necesitaría como mínimo que fuera reconocido por la totalidad de los Estados miembros de la UE, por 9 miembros del Consejo de Seguridad y por otros 128 de las Naciones Unidas; los representantes en el Consejo europeo tendrían que pronunciarse, en la fase inicial de la candidatura, “por unanimidad” (artículo 49 citado), pero tendrían que considerar la solicitud necesariamente inadmisible ya que, según el apartado 2 del artículo 4 del mismo Tratado, cada Estado miembro «es el único con competencia para decidir sobre sus estructuras fundamentales políticas y constitucionales, también en lo referente a la autonomía local y regional”. La misma disposición añade que, en caso necesario, la Unión “respetará las funciones esenciales del Estado, en particular las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial”. Tampoco se cumpliría otra de las condiciones que exige el artículo 49: el respeto por el Estado candidato de los “valores mencionados en el artículo 2», entre los que figura “el Estado de derecho” y una entidad que se declarase unilateralmente independiente violaría dicha condición.
Hasta ahora, el Gobierno se ha limitado a aplicar el artículo 38.2 de la Ley orgánica de fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, promulgada por un gobierno socialista en 1986, que prevé que las policías autonómicas velen «por el cumplimiento de las leyes y demás disposiciones del Estado y garantizar el funcionamiento de los servicios públicos esenciales» en colaboración con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Sin embargo, el artículo 8 de la Constitución establece que «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional» y el 62.h que «Corresponde al Rey: … El mando supremo de las Fuerzas Armadas.» De lo que se deduce que si el Gobierno de la Nación cerdea, como hasta ahora ha venido haciéndolo, le corresponderá al Rey de España arreglar el desaguisado.

La voluntad de parte de la clase política catalana y parte de su población de romper la legalidad constitucional puede resultar comprensible, pero no la de la clase política española ante un desafío de tal envergadura: va a resultar cierto el aserto de que nuestro país es trágico, pero poco serio, si exceptuamos la Corona, que ha enviado a la clase política un mensaje inequívoco de firmeza en defensa de la legalidad democrática y de la unidad de la Patria común e indivisible de todos los españoles.

Hasta que ingresen en prisión los desleales representantes del Estado en la Comunidad autónoma de Cataluña no se habrá culminado la liquidación de la farsa independendista fraudulenta y cada vez más patética.