Millones de inmigrantes sueñan con España como si fuera El Dorado. Se juegan la vida a bordo de unas pateras para cruzar la mar color de vino, en cuyas riberas unos sabios griegos («Los griegos sois como niños», le confesó un sacerdote egipcio a Solón) jugaron a pensar hace 2500 años para integrar religión, ciencia y filosofía en una visión holística de la vida.

El mundo islámico es hoy un polvorín machacado por eso de las guerras preventivas (la moda llegó hasta los Nobel, que dieron un premio preventivo a Obama, lo cual no evitó los desastres anunciados de Libia y Siria). Grecia, tras el dominio del imperio de albañiles que fueron los romanos (definición del cínico Voltaire), se difuminó en la claridad ática y el yugo otomano, pero sus ideas sobrevivieron y se mezclaron en Europa con un cristianismo que rompía revolucionariamente con el Antiguo Testamento: amalgama renacentista. Los chinos se embarcaron en otra revolución de corte maoísta para echar a las potencias coloniales, y hoy mantienen la máxima capitalista ‘In gold we trust’ mientras tratan de recuperar el moralismo de Confucio para ordenar su dinámica sociedad. Los hindúes siguen en su sueño de maya, pero tienen a los mejores matemáticos del planeta.

Panta rei, todo fluye en eterna corriente. La política debería ser la buena administración de los bienes comunes y dar soluciones a la tan cacareada aldea global. Pero incluso en España nos salen ayatolás a cada mitin que pretenden imponernos cómo vivir. Algunos iluminados (recientes son las llamadas bélicas de un comunista y un nacionalista) tratan de incendiar las calles si no les gustan las urnas o las leyes. Y eso en un actual estado de bienestar que solo corre riesgo por la irresponsabilidad política. Pero seguiremos siendo El Dorado para muchos desesperados.