Nosotras, las que leemos la prensa los domingos como un placer irrenunciable, nos criamos sin móvil. Quedábamos en la cabina del barrio, en las plazas y en los bares. Nuestros primeros novios tragaban saliva y llamaban al fijo de casa, enfrentándose a las voces graves de nuestros padres, que les increparon cientos de veces por atreverse a molestar a la hora de comer en una casa decente. Realmente su pecado era querer a las niñas de sus ojos, y el acto de valentía se repetía al revés cuando las madres de aquellos chicos nos respondían con idéntica «ternura». Nos acompañábamos las unas a las otras para que ninguna regresase sola a su portal a horas intempestivas y cuando nos reuníamos hablábamos y nos mirábamos a los ojos, en vez de sentarnos en silencio con ese nuevo apéndice en las manos. Jugábamos a las cartas, al Trivial o al ahorcado, y nos intercambiábamos la ropa entre hermanas, amigas y primas, porque nuestros armarios tenían más perchas vacías que llenas, con el fin de que cada sábado fuese un día nuevo. Salvo casos excepcionales, éramos mucho más libres que las jóvenes de hoy, aunque tuviésemos muchas menos cosas.
Opinión/Montse Monsalve
El enemigo en casa
Ibiza14/04/19 4:01
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