Hay unos locos maravillosos que, cada vez que anuncian alerta por temporal, se lanzan a las arboladas aguas de Portmany para hacer piruetas fabulosas con sus cometas o tablas de windsurf. Los admiro mientras preparo un palo con ginebra, que me ayuda a bailar con las rachas huracanadas y serena mis pensamientos tras la lectura del periódico y la esquizofrénica situación política.

La fuerza del viento es atenuante de algunos delitos en muchos códigos penales. Por algo será. Tanto en la Biblia (el viento ardiente del desierto, que mata a los camellos y enloquece a los hombres, infló la pasión del rey David por la bella Betsabé) como en Homero y los romanos (las yeguas que ofrecen sus cuartos traseros al viento del Céfiro…), en la mitología celta o la azteca, en toda sabiduría popular que haya sobrevivido a la robotización humana de las ciudades, se le otorgan facultades que cambian el ánimo de los que están expuestos a su fuerza.

La Tramontana otorga fascinación y atrapa entre el seny y la rauxa; el Xaloc, ataque de locura; el Lebeche, dolor de cabeza… Y en este otoño huracanado que estamos viviendo en las Pitiusas y especialmente en San Antonio, donde un tornado ha causado tremendos destrozos, los efectos sobre los residentes, ya sean nativos o forasters, se dejan notar mucho en la barra de los civilizados bares que siguen abiertos.

Para el viento húmedo, va bien algo así como un Dry Martini; para el viento seco, un Ricard o incluso una Caipiriña. Son remedios ancestrales de la hedonista cultura contra las inclemencias meteorológicas, que tan placenteramente surfean esos locos maravillosos...