Cuando era un adolescente travieso corría una noticia por Madrid. Antes de que nadie hablara de fakes news, sin internet, con cabinas de teléfono en las calles y con pesetas en los bolsillos. Por aquel entonces había mucha gente que aseguraba indignada que había ido a Cataluña y al hablar en castellano le habían constestado en catalán sin cambiar el idioma. Yo nunca quise creerlo y lo rebatía porque, entre otras cosas, gracias a mi tieta adoptiva Roser y a mi yaya Antonia era muy feliz, querido y acogido en Cervera, Barcelona, Begur o en Viella. Era tan feliz que, tras unos días con ellos comiendo truita y buscando cargols, volvía a Madrid cantando Baixant de la font del gat. Nadie nunca me obligó a ello y lo hice y lo sigo haciendo porque me encanta sentirme parte de aquella familia y de aquellos lugares que, como otros muchos de España, me han dado tantas cosas.

Por eso, ayer me quedé sin palabras cuando leí que la diputada de JxCat y diputada de Vic, Anna Erra, dijo en el Parlament que hay que insistir «en hablar catalán y no castellano cuando se dirija a ellos alguien que por su aspecto físico no parezca catalán o pueda no entender el idioma». Revisé varias veces la noticia y escuché varios audios para hablar con conocimiento de causa y sí, lo dijo. Su argumento fue que «el catalán no crecería si no se hace» y aseguró que «un gran defecto de los catalanoparlantes es cambiar de lengua, pasarse directamente al castellano cuando el interlocutor que tienen delante les parece extranjero o no habla catalán». Disculpe, señora Erre, con todos los respetos. Esto no «perjudica gravemente a la lengua catalana» como usted afirma, perjudica la concordia. En Ibiza tengo muchos amigos que si hablan entre ellos lo hacen en catalán y luego cambian al castellano si están conmigo o con uno de Jerez. Es una cuestión de educación y respeto, no de que una lengua se pierda. Ojalá haya sido un desliz porque si no... ¿cómo podré seguir negando aquello que se decía en Madrid hace tantos años?