A mitad de junio estuve dos semanas de vacaciones sin salir de Ibiza. Dos semanas en las que disfruté de las playas prácticamente vacías, con aguas cristalinas, de estar con la familia y comer rico en los pocos restaurantes que ya estaban abiertos y dando servicio al público. Dos semanas en las que, inevitablemente, tuve sentimientos encontrados y una sensación amarga. No recuerdo haber visto, desde que tengo uso de razón, una Ibiza tan vacía de turistas. En ese tiempo, el runrún generalizado allá donde ibas era cuándo iba a empezar la temporada y si ésta nos serviría para ‘salvar’ un poco los muebles de cara al invierno. Una mezcla de ilusión e inquietud por ver cómo iba a ser un verano, sin duda, atípico en medio de la pandemia del coronavirus. La imposición de la cuarentena británica ha desvanecido de un plumazo las pocas esperanzas de tener temporada, aunque fuera corta y de unos tres meses. Los últimos datos del paro, correspondientes al mes de julio, ponen de manifiesto que nos esperan a todos, los que viven directa e indirectamente del turismo, unos meses muy complicados por delante. En julio hubo casi 5.500 personas sin trabajo más que hace un año. Y eso sin contar a quienes se encuentran todavía en ERTE ya que la cifra de gente sin trabajar engrosaría aún más los datos del paro. A día de hoy, 6 de agosto, todos o casi todos conocemos a personas que no están trabajando porque hay hoteles cerrados o que han tenido que cerrar por la caída de reservas o bien en los restaurantes, tiendas y empresas proveedoras, por ejemplo, no necesitan el mismo personal que el año pasado. Basta con darse una vuelta fuera de Vila para ver que hay muchas zonas de la isla en ‘stand by’, como si fuera febrero, con la diferencia de que, supuestamente, estamos en temporada alta. Hay preocupación y nerviosismo en el ambiente. Y no es para menos.