Hay sonidos tan desagradables que no pueden reproducirse. Cubiertos arañando un plato, el crujir de una uña contra la pizarra o el cierre de una verja mal engrasada. Son muchas las onomatopeyas que ponen letras a ruidos tales como una bofetada, el goteo de un grifo o un portazo de telenovela, pero no creo que nadie sea capaz de reproducir el dolor que sacude a Lucía bajando para siempre el telón de su empresa o el de Manolo dejando vacío el escenario de su restaurante, sin más público ni aplausos. No sé qué poner en el “bocadillo” de este cómic que estamos protagonizando para describir a qué suena el silencio de ese músico que no puede actuar en los bares de siempre, hoy cerrados, ni el de esa modelo que no tiene pasarelas sobre las que templar sus pasos. Desconozco cómo tricotarán las agujas rotas en esas mercerías donde no se volverán a entonar los buenos días o en las librerías que se han visto obligadas a poner un final a sus historias. Hay sonidos que despiertan, como el de una cafetera y su sempiterno molinillo, cuyo aroma sin embargo es hoy también imposible de vertebrar en calles donde lo único que se puede leer son carteles de ‘se alquila’ o ‘se traspasa’.

Hay silencios tan atronadores que espantan, como el de ese gimnasio al que prometimos que volveríamos tras el confinamiento y que muestra hoy los esqueletos abandonados de máquinas apagadas o el de la tienda de esa amiga a la que juramos que compraríamos vestidos con los que bailar en noches hoy sin luna. ¿Cómo se dibuja la desolación de discotecas sin luces, tan tristes que al rozarlas se presentan como oscuras ruinas de pasos lentos? Hoy evocamos con desolación y repelús aquellas madrugadas caminando sin zapatos de vuelta a casa con una sonrisa torcida pintada en la cara y un par de copas de más, abrazados a amigos viejos o nuevos sin saber en qué abecedario buscar la suma de esos días.

Y mientras, en el camino se quedan Toni, María, Rocío o Juan, para quienes sus sueños son naipes que se desploman entre facturas e impuestos. Unas cartas que, partida tras partida, se presentan demasiado malas y que solo muestran gastos, sin escaleras de color, parejas, tríos, ni ingresos que valgan. Y tú, simplemente, te quedas ahí y los miras, maldiciendo porque no hay una onomatopeya que reproduzca ese chasquido de rabia que emites mientras te encoges de hombros sin saber qué consejo dar a quien te explica con lágrimas en los ojos que es precisamente esa mesa donde pierde cada día en la que viven sus únicas esperanzas. El escalofrío es todavía más gris cuando no puedes ni siquiera vestirles con un abrazo de consuelo o mostrarles una ironía cosida a la boca en forma de sonrisa, porque esos dos ases son lo primero que nos sacaron de la manga.

En esos tres meses de distopía en la que nos creímos que encerrándonos en casa lograríamos salvar el mundo, no supimos ver el horizonte de incertidumbre que ahora nos golpea de forma callada. Nos lanzamos a aquella “nueva normalidad”, ilusos y confiados, para regresar a una cruda realidad en la que sentimos que los que deben actuar no han aprendido nada nuevo. Y ahora ya no sabemos si volver a comprar cantidades ingentes de papel higiénico con el que limpiarnos las lágrimas, las heridas o el culo y pedirles de paso que se vayan un poquito a la mierda, porque entre sus discusiones de colegio en parlamentos y medios de comunicación a nosotros se nos mueren las empresas, se nos terminan los ahorros y medio país ve peligrar su futuro.

¿Nadie va a hablar de los suicidios y de cómo se han incrementado en los últimos meses? ¿O de los 2,5 millones de trabajadores que son pobres en España según un estudio de FOESSA? ¿Qué les escribimos desde aquí a los 7,8 millones de personas que viven en hogares donde su sustentador principal tiene una relación tan insegura con su empleo que este papel se le deshace entre las manos? Y aquí solo escuchamos un ‘Ris’, un ‘Zas’ y tal vez un ‘Plom’, porque no hay una palabra capaz de describir un ruido que no se acaba y que cierra verjas para siempre, apaga vidas, ilusiones y hasta almas.