Sin alharacas, más allá de las celebraciones de algún aniversario entre los comensales, eso sí, perimetrados en mesas de dos o cuatro personas. Es el ambiente que pulsamos el pasado domingo, jornada que algunos bautizaron como «domingo de resurrección». Resurgimiento, pero sin venirse muy arriba. Y digo esto porque para la mayoría del sector de la restauración la apertura vespertina «es una limosna», en el mejor de los casos. Un pequeño respiro para el que dispone de terraza dentro de la injusticia y el maremágnum de medidas orquestadas desde Palma y que siempre tienen a la isla de Ibiza como gran pagana o banco de pruebas. Ese federalismo que todo lo apaña desde el ombliguismo del Consolat del Mar. Un hostelero de l’Eixample me recordó que ellos ya fueron «unas coballas» con un primer cierre perimetral. El domingo decaía el estado de alarma y también era el día en el que la hostelería de Ibiza obtenía el plácet para abrir entre las 17 y las 20 horas, esa franja del día en la que, según parece, más se expande el bicho en nuestros 571 km2. Una circunstancia o característica propia de Ibiza porque este cierre vespertino solo se mantenía aquí. Visto lo visto ya se puede afirmar que el semáforo de la pandemia tiene color político porque de otra manera no se explican las restricciones más duras teniendo mejores datos que Mallorca y Menorca.
Y cuando las cosas vienen mal dadas, otro recurso es el enemigo externo. El argumentario está claro: el veto del Reino Unido es por culpa de Ayuso. Qué más da que el País Vasco, Melilla, Navarra, Aragón o Cataluña se muevan en cifras de incidencia peores o similares que Madrid. Y el laboratorio de ideas de Palma sigue sorprendiendo y barrunta la apertura de interiores, pero solo para los que no tengan terraza. El maremágnum es de nota, pero ya saben: de esta saldremos mejores.