"Hay millones de niños de todas las edades que buscan una familia de acogida". | Pixabay

La noticia ha abierto los informativos, ha recorrido los pasillos del Congreso y ha copado horas de tertulias en todos los medios: una famosa sexagenaria del papel cuché española ha comprado un bebé en Miami. El eufemismo es que ha sido madre por gestación subrogada, pero si algo he aprendido con la edad es que en castellano al pan hay que llamarlo pan y al vino, vino y esa niña ha sido vendida.

Esta nueva adquisición pública de un ser humano ha abierto el debate sobre la pavorosa industria de los vientres de alquiler. Un negocio que mueve más de 6.000 millones de dólares al año en todo el mundo, de los cuales tan solo el 0,5% va a parar a los bolsillos de las madres gestantes. La polémica, que no se abrió, por cierto, con idéntica inquina en los casos de otros actores, deportistas o cantantes patrios que la han precedido, reside en la edad de esta señora: 67 años reconocidos, para ser más exactos, y lo es porque en España es ilegal concebir o adoptar pasados los 52 años, para no poner a los menores en una situación de orfandad o desamparo.

Dicho esto, y aunque traerse bebés comercializados en otros países también está tipificado como delito, quien hace la ley hace la trampa y, si aquí no podemos adoptar a un precioso recién nacido, en otros destinos no solo nos lo facilitarán, sino que nos permitirán escoger su sexo, color de ojos y número de hoyuelos. Para ello habrá, en distintos continentes, quienes nos muestren un magnífico catálogo de úteros vivientes para alojar a nuestros futuros descendientes durante nueve meses y entregárnoslos en perfecto estado de revista, previo cobro, eso sí, de minutas de miles de euros. De hecho, la pandemia destapó la existencia de granjas de mujeres en Ucrania y sacó a la luz auténticas cosechadoras de bebés donde mantenían a mujeres monitorizadas las 24 horas del día. Allí se encontraron centenares de bebés sin padres, esperando ser adquiridos y entregados. Una práctica que posicionó al país como el útero low cost de Europa en 2018.

El tema ha sido tan espinoso, que el Colegio de Médicos de España ha condenado esta práctica en su código deontológico «cuando haya contraprestación económica». Eso sí, acepta aquella donación siempre que sea altruista, «y preserve la dignidad de la mujer y el interés superior del menor». Y digo yo, salvo en casos de película, como el del personaje de Phoebe en Friends, ¿quién va a ser tan naif como para decidir prestar su cuerpo para que sea hormonado, inseminado, y genere una vida humana durante 9 meses por amor a la humanidad, desprendiéndose sin problemas del bebé una vez salga del quirófano previa cesárea (para que sus nuevos padres puedan programarlo bien y asistir a su primer llanto)? Este supuesto es tan kafkiano como el que defiende que las prostitutas ejercen esta profesión porque les gusta. ¿Que habrá casos? No lo dudo, como también existen personas a quienes les gusta el sadomasoquismo, pero, seamos sinceros, son los menos.

Imagínense si esta situación se extrapolase a la permisividad de comercializar con nuestros órganos. Estoy segura de que habría elementos dispuestos a pagar 100.000 euros por un riñón fresquito, 70.000 por un buen bazo o 290.000 por un par de ojo verdes.

Al final, mercantilizar los cuerpos de las personas para satisfacer los deseos de otros (aunque, curiosamente, siempre sean los de las mujeres), debería considerarse en todo el planeta violencia femenina, venga de la chequera que venga, porque el dinero no es jurisdicción. Como esgrime la periodista Nuria Coronado, «de la misma manera que nos hacen putas, nos convierten también en las vasijas de todas las personas que tienen un deseo y es el derecho del menor a tener una familia el que debe prevalecer frente a quienes anhelan convertirse en padres». Hay millones de niños de todas las edades que buscan una familia de acogida, aunque no tengan los ojos azules, ni huelan a polvos de talco; tal vez la solución sería hacer que este trámite sea más sencillo y convirtamos este mundo en un lugar más feliz y justo.

Ahora díganme que quién soy yo para opinar (aunque esta sea una atalaya precisamente dedicada a eso) y que cada uno es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo y con su dinero. Tienen razón, no seré yo quien se la quite, pero permítanme que termine con un interrogante: ¿y si usted o su hija, o su nieta fuese la dueña de ese vientre? No hay más preguntas señorías.