"Si tengo una adicción confesa es la lectura, devoro todas las letras que se amontonan a mi paso (...)". | Pixabay

En mis sueños siempre rondo los 20 años. Independientemente de la aventura en la que me vea sumida y de los protagonistas que me acompañen, todos los personajes de mis noches están anclados en ese capítulo de nuestras vidas donde los problemas se reducían a la ropa que nos pondríamos ese fin de semana y a la manera de justificar las clases que nos saltaríamos. Eran días de túper y noches de copas; pesadillas con los exámenes y rupturas con los que creíamos que serían los hombres de nuestras vidas; ilusiones que se ahogaban para dar paso a otras más grandes y reales, y una época en la que mi único miedo era que el mundo descubriese que era una impostora y no poder vivir de la profesión que había escogido. Después llegó la época de los 30, que comenzó muy feliz, pero que personalmente fue la más devastadora de todas, y los 40 me despertaron con una nueva primavera renovada y con muchas ganas de volar de nuevo.

Andaba yo barruntando que esta sería mi década prodigiosa, y que tal vez consiguiese así por las noches encontrarme con mi «yo» del presente en vez de con la del pasado, cuando una amiga me envió un artículo que le había alegrado el domingo y que afirmaba que a partir de los 60 la gente es más feliz. Si tengo una adicción confesa es la lectura, devoro todas las letras que se amontonan a mi paso y me da lo mismo si se esconden en periódicos, revistas, libros, ingredientes de un puré o anuncios, por lo que no pude evitar sumergirme en aquella noticia esperanzadora. Una vez metida en materia descubrí que, según un estudio efectuado tras 80 años de análisis por tres generaciones de psiquiatras y de psicólogos de la Universidad de Harvard, la calidad de nuestras relaciones, los amigos que cultivamos y la forma de conectar con ellos es lo que marca esa curva ascendente en forma de sonrisa. Tras seguir de cerca las trayectorias, salud y estado mental de dos generaciones de individuos de las mismas familias de Estados Unidos, estos expertos han concluido que ni la infancia, ni la disposición natural, ni el barrio en el que nos criamos marcarán nuestro destino; que la soledad duele y que vivir rodeado de relaciones cariñosas protege nuestro cuerpo y nuestra mente. Todo esto lo han plasmado en un libro titulado Una buena vida, editado por Planeta, que en un día como el que se celebra hoy podría ser un gran regalo para todas esas personas que hacen que este valle tenga más risas que lágrimas, si la cosecha es buena.

Parece ser que a los 60 es cuando ya nos da todo igual, sentimos el olor de la muerte más cerca y el peso del trabajo más lejos y relativizamos, apreciando más las pequeñas cosas, quitándonos obligaciones y haciendo lo que realmente nos gusta. Dicho de otra manera, «somos emocionalmente más sabios y esa sabiduría nos hace florecer». Así que yo ya me estoy imaginando paseando por la playa, tomando un buen vino con mis amigas al amparo de un atardecer, cantando en una banda de rock, viajando sin parar y disfrutando de la mejor gastronomía dentro de 15 años, porque para entonces seguro que han inventado algo que nos hará comer y no engordar y mantenernos en forma, saludables y tersos con el mínimo esfuerzo (ya les he dicho al comienzo de este artículo que soy una soñadora).

Al final, puede que los 60 sean los nuevos 20 y que la juventud no sea más que un estado de ánimo; una fiesta donde lo de menos sea el lugar en el que celebrarla y lo únicamente relevante las personas con las que bailemos. Mientras, y por si acaso, seguiré regando mis relaciones, mimándolas, abonándolas y compartiendo mi tiempo de calidad con ellas, por si hasta entonces consigo seguir aprendiendo mucho de lo mágico que es envejecer con ellos, aunque por las noches sus rostros sean tan jóvenes como sus almas, y nosotros, los de entonces, seamos los mismos, pero más libres y preparados.