H an bastado apenas dos días para darme cuenta que para los que venimos de Ibiza y trabajamos allí los meses de verano hay pequeñas cosas que están infravaloradas porque desgraciadamente no estamos acostumbrados a ellas. Desgraciadamente damos por imposible disfrutar de la tranquilidad, de la calma durante la noche, del cielo estrellado en nuestras casas, de la amabilidad del que te atiende o de los precios asequibles en restaurantes donde los platos son para chuparte los dedos.

El caso es que escribo estas líneas en el ordenador de sobremesa que tiene mi madre en su casa en un pequeño pueblo de la sierra de Madrid donde estoy pasando unos días de vacaciones. Estamos a primeros de agosto, pasan algo más de cinco minutos de las ocho de la mañana y solo se oyen las teclas a pesar de que en la parcela de al lado han decidido tirar la casa abajo para hacerla prácticamente nueva. Mi hijo duerme tranquilamente en su habitación tras una noche en la que ha disfrutado de una magnífica cama, buenas temperaturas y, sobre todo, ningún ruido. Ni un coche, ni un grito, ni un insulto ni una ambulancia en toda la noche. Una sensación extraña y gratificante que me ha permitido descansar de un tirón casi ocho horas, cargar pilas como hacía tiempo y no sentir ningún dolor al poner los pies en el suelo.

Lo mismo sucedió con la primera noche que pasamos aquí. Tras recoger en el aeropuerto el coche que teníamos alquilado en una empresa donde nos atendieron con suma amabilidad y sin prisas, pusimos rumbo al pueblo y tras comprar lo necesario llegamos a casa donde nos recibió la más absoluta tranquilidad. Fue meter el coche en el garaje, salir fuera y no escuchar ningún ruido salvo al pequeño Aitor preguntando si por fin habíamos llegado a Madrid. Tras colocarlo todo, lo primero fue enseñarle qué es un disco físico y como se ponen en la fantástica cadena de mi padre, aunque sin ser capaces de escuchar más de una canción entera en cada uno salvo en A kind of magic de The Queen donde conseguimos llegar hasta las tres primeras. Tras casi tres horas y decenas de discos de todos los estilos subimos a cenar y sentados en el porche, Aitor cenó queso y pan a la luz de una linterna mientras los tres charlábamos animadamente entre risas, anécdotas y recuerdos sin que se oyera un ruido a nuestro alrededor. Y luego a la cama para dormir de un tirón y levantarnos como nuevos y con buen humor.

El caso es que llevamos aquí apenas dos días y todo fluye como dirían los modernos. Y eso que no se piensen que estamos viviendo aislados todo el tiempo porque también hemos bajado a otra zona de Madrid a ver a mis tíos y a mis primos con sus hijas Diana, Eva, Paula y la pequeña Estrella, recién nacida. Todo ello en un día completísimo donde tuvimos tiempo para comprar algunos regalos, comer en un restaurante fantástico donde disfruté con unos entrantes y un magret de pato increíble y abundante a un precio realmente asequible, y de los juegos, la amabilidad y la diversión que siempre transmite la familia Pasamontes Bastida con baño incluido en una piscina prácticamente vacía.

En fin, un pequeño repaso de nuestras vacaciones que estoy seguro que a muchos de ustedes no les interesa en absoluto pero que sirven para poner en cuestión mi humilde reflexión semanal. Porque fue antes de quedarme dormido tras haber disfrutado de la lectura sin apenas un ruido cuando me dio por pensar y preguntarme que estamos haciendo mal para que la tranquilidad, la diversión y la amabilidad se hayan convertido en algo tan novedoso en nuestro día a día. Que no lo veamos como algo habitual y cotidiano sino en algo extraordinario.

En Ibiza soy muy feliz y en esa pequeña isla del Mediterráneo he encontrado mi lugar en el mundo. Tengo mucha gente buena a mi alrededor, una familia estupenda y un trabajo que me encanta con unos compañeros increíbles con los que disfruto muchísimo. Sin embargo, de un tiempo a esta parte cada vez la soporto menos en según qué meses del año con una sensación de saturación enorme viendo las noticias en los medios de comunicación con muertos, accidentes o peleas casi cada día, el tipo de turismo que nos llega, las carreteras colapsadas, miles de conductores corriendo desmesuradamente poniendo en peligro a todos y, sobre todo, el rostro permanentemente enfadado de los que vivimos en ella, incluyendo el mío propio. Porque sí, porque soy consciente de que voy perdiendo la sonrisa y de que la isla maravillosa que me encanta poco a poco me va desenamorando.

En fin, que tal vez sea la edad, que los 45 se acercan peligrosamente aunque no lo quiera asumir, o que de alguna manera estaré madurando pero lo cierto es que me encantaría que en Ibiza pudiéramos disfrutar de esas pequeñas cosas que les aseguro que están infravaloradas tras tanto tiempo viviendo allí como una noche sin ruidos, ver las estrellas en el cielo, levantarte sin dolores ni sudores, restaurantes a precios asequibles o piscinas sin excesivos agobios… y que soy consciente que, prácticamente se han perdido en según que meses del año.