El temporal ha tronchado parte del maravilloso pino de Can Besoró, mucho más emblemático de Ibiza que cualquier macrodiscoteca. Bajo su copa generosa se celebraban danzas orgiásticas, y su poderoso
tronco ha sido abrazado por más enamorados de los que caben en un sudoroso beach club.

A mí siempre me gustaba ir a saludarlo en comunión panteísta, escuchar la pánica xirimía que llama a las ninfas pitiusas y luego, tal vez tras viajar por otra dimensión de la cama elástica que es el espacio-tiempo, con sus encuentros gozosos que no siempre se pueden contar, largarme a Can Xicu a recuperar la serenidad y brindar con la bella Tita Planells. La bendita naturaleza es la mayor atracción de Ibiza y Formentera, donde todavía se puede besar el aire púnico, tan sensual que uno cree por momentos eternos rasgar el velo de Tanit. Y la mar es el mayor refugio en verano, pues se puede fondear allí donde no se atreven los marineros de agua dulce y encontrar espléndido aislamiento.

Ahora bien, en las zonas de mayor fondeo debiera haber mayor vigilancia. Si protegen oficialmente a la
posidonia, las lagartijas y las gaviotas, ¿por qué no proteger también a los seres humanos? Lo digo por alguna atroz ralea que demasiado a menudo espanta la paz del litoral. En Portmany ya hay motos acuáticas que emplea la Policía Local para actuar contra la venta ambulante en Cala Salada. ¿Por qué no utilizarlas también para parar los excesos de numerosos barcos que se transforman en discoteca y atruenan la costa a todas horas? Sería fácil y muy de agradecer por parte de toda la naturaleza, también la humana.