Vicent Marí era un magnífico señor ibicenco. Valiente y bondadoso, con los ojos chispeantes de buen humor, con la brava tolerancia del que ha visto mucho y no hay quien le epate. Junto a su mujer, María, hizo de Can Rafal uno de los mejores bares que he conocido en mi trayectoria dipsómana. Qué gran placer apoyarse en la barra o tomar asiento en una de sus mesas, donde te servían con solera copas espléndidas y la mejor frita de pulpo.

Gracias a la gran personalidad y generosidad de Vicente y María, el Rafal se tornó legendario refugio de la inclasificable fauna pitiusa. Nativos y forasters se reunían y celebraban el amor a la vida, a la aventura de conocer diversas gentes, sabedores que se encontraban en excitante oasis de cortesía antigua, amparo de lobos solitarios y vagabundos del dharma, de pescadores, jugadores, reinas y bailarinas. La Ibiza auténtica, o sea.

Cuando los marcharon cruelmente (aunque nunca les escuché una queja) comenzó la vulgar decadencia de garitos estándar por un barrio precioso: un político ególatra se empeñó en aplanar el elegante Paseo de Vara de Rey, se vendió el Montesol y desgraciadamente cambió tanto su espíritu como la maestría en servir las copas a la española (trayendo la botella a la mesa), cerró el danzante Pereira, el fundamental kiosko de prensa decayó en tienda de ropa, etcétera.

Escandaliza saber que a Vicent no pudieron tratarle en Can Misses –¡cuántas carencias en nuestra isla de lujo!– y tuvo que ser trasladado a Palma de Mallorca. Pero su brava familia le trajo de vuelta a Ibiza para morir en paz, que aquí el paso más allá del velo de Tanit es más dulce. Hoy, Vicent, brindo por ti.