Continúa la oleada de pateras a las costas de Ibiza y Formentera. Como se suceden a diario, especialmente cuando hace buen tiempo en la charca mediterránea, han dejado de sorprender. La travesía no es larga, aunque pueda ser azarosa. Si hace pocos años se contrabandeaba tabaco fácilmente, ahora tocan los cargamentos humanos, desesperados o aventureros en busca de una vida mejor en la orilla privilegiada en que vivimos.

Porque está claro que hoy es la orilla cristiana, demócrata, donde se derramó la filosofía griega entre uvas doradas (¡Viva Baco!) y aceite de oliva, con la matanza del cerdo como fiesta ancestral, con la aventura científica, –actualmente fáustica—, que se inició en el liberador Renacimiento; con el amor cortés y el culto a la Dama, (de los místicos y sufís de Al Andalus, vino y rosas, se contagió esplendorosamente a Occitania en el siglo XII), que ha continuado en nuestra orilla mariana con el natural empoderamiento femenino y reconocimiento de iguales derechos entre mujeres y hombres, aunque unas vengan de Venus y otros de Marte, o viceversa, con hermafroditas que gozan libremente de su abundancia sexual, entre el culto a la libertad y desarrollo individual para encontrar la felicidad o cierta filosofía brava y alegre que aleje a pelmazos totalitarios.

Pero la civilización puede ser de ida o vuelta, también las pateras (cosas del péndulo histérico), según el vino, la mentirosa propaganda que pretende anular la luminosa cultura, o los desmanes de tanto irresponsable mamón de la teta pública. El cocktail entre narcisos oportunistas y fanáticos extremistas apunta destrucción y una resaca espantosa. Cervantes y Montaigne ya lo avisaron antes que cualquier inteligencia artificial.