45 añazos

Siempre que llega el 6 de octubre y toca cumplir años viene a mi mente una canción en la que Ismael Serrano hace balance de lo que ha vivido y repasa cómo es y qué le gusta. Lleva por nombre Hago balance y aunque piensen que soy un friki, me sé cada una de las estrofas y aunque intento cantarla siempre acabo por destrozar la canción.

De hecho tengo pocas cosas por las que lamentarme en estos 45 años pero una es, sin duda, no haber tenido algo más de oído para que cuando le digo emocionado a alguien si se acuerda de una canción ésta acabe sonando completamente distinta. Lo mismo me sucede con el ritmo, porque aunque les juro que le pongo el máximo interés yo soy de esa extraña raza que siempre da las palmas a destiempo en cualquier concierto o que cuando todo el mundo va a la derecha yo voy a la izquierda. De hecho, nunca he sido capaz de bailar pegados sin pisar a la dama que tenía enfrente y aunque no tengo complejos y he aprendido a que el ridículo no es una opción creo que hay delfines que se mueven mejor que un servidor.

Pensándolo bien tal vez también me hubiera encantado que tener algo más de agilidad y ser como esos que son capaces de llevarse la pierna por detrás de la oreja sin inmutarse mientras te miran tan frescos. Porque yo en mi querido colegio Almazán nunca se me dio bien la asignatura de Educación física, tanto que ni siquiera fui el mejor de entre los mediocres a la hora de hacer una voltereta, saltar al plinto o subir por una cuerda. Ni tampoco heredé un gen competitivo que me hiciera destacar cuando hacía kárate o nadaba en el Canoe de Madrid y de hecho desde entonces sigo aborreciendo a todo aquel que da órdenes gritando como si no hubiera un mañana.

Y ya puestos, aunque no tengo muchas cosas que hubiera cambiado en este tiempo, tal vez me hubiera gustado tener algo más de equilibrio y no parecer un pato mareado cada vez que intento algo parecido a un deporte de riesgo. O no tener vértigo, no marearme cuando el barco se mueve un poco, no tener miedo a la velocidad o haber sido ese chico atrevido que se lanzaba el primero desde cualquier tobogán, desde el Hidrotubo del Acuópolis de Villanueva de la Cañada, desde una montaña rusa o desde la atracción de las fiestas de pueblo.

Y aunque no es momento de arrepentirse tal vez hubiera preferido preferido ser más lanzado cuando era joven y así haber podido conquistar a aquella chica que aún sigo guardando idealizada en mi memoria mientras de vez en cuando me da por pensar si se sigue acordando de mí tras aquel primer beso cutre y tardío en el campamento de verano de Villar de Campoo. O simplemente haber sido capaz de expresar a tiempo mis sentimientos para que no quedar como el amigo gracioso que siempre está para escuchar mientras tu compañero es la que se lleva el gato al agua para que después la chica de la que estás enamorado te cuente sus desdichas. Incluso, no haber tenido este don que me dieron los astros para meter la pata siempre en el momento y el lugar menos adecuado o para tener una capacidad digna de estudio para tomar siempre la decisión incorrecta mientras me repito a mí mismo que aprenderé de mis errores. Y también me hubiera gustado decir más veces perdón, te quiero o por favor, y menos mentiras y haber creado tanta inquina con cosas de las que luego me arrepentí movido por esa rabia y ese orgullo horrible que de vez en cuando viene a visitarme haciéndome tan insoportable.

Pero a pesar de todo, no tengo muchas más cosas que cambiar. Mi vida mola y ha molado. He tenido una infancia muy feliz, siempre rodeado de gente que me quería y me trataba muy bien y con los que he aprendido muchas cosas que yo humildemente intento transmitir a mi hijo y a los que vienen por detrás. Y es que aunque cada vez tengo más achaques, más manías, más canas, más tripa o más recuerdos para contar como hacía mi padre o mi abuelo… y me duelen más todos aquellos que se van en busca de las estrellas… aquí sigo dispuesto a tirar para adelante, cada día mejor. Porque el día en que dejemos de emocionarnos con viejas luchas y héroes anónimos que se dejan la piel por ayudar a los demás, de creer en la utopía, de militar en la amistad o en cualquier risa o, simplemente, dejemos de hacernos preguntas y de intentar cambiar este planeta estaremos perdidos. Será entonces el momento en el que cierre para siempre la maleta repleta de sueños, respire hondo, entorne los ojos y mire arriba para ver si me dejan sumarme a los que allí nos esperan y volver a fundirme con ellos en los abrazos que tantas veces echo en falta aquí en mi día a día.

Pero prohibido ponerse melancólicos. 45 años no son nada y siempre quedará Peter Pan para invitarnos a viajar al País de Nunca Jamás volando en el polvo de hadas en un pensamiento alegre… Así que brindemos porque es el momento en el que estamos todos y no falta casi nadie. Y si quieren que les acompañe en este viaje, por mí encantado.