Parece que fue ayer pero ya se han cumplido 40 años de aquella victoria de la selección española de fútbol por 12 goles a 1 frente a Malta y de aquel famoso «Gooooolllll de Señor, Goooll de Señorrrrr»… que gritó entre gallos el inolvidable José Angel de la Casa… Yo tenía 5 años pero aún recuerdo bien como vimos aquel partido en nuestra casa del séptimo piso de la calle Tribaldos de Madrid y como mi padre, emocionado, me cogió en brazos para darme un beso. No lo sé pero, teniendo en cuenta como era, seguro que me sonrío y me dijo algo así como nunca olvides el partido que acabamos de ver porque pasará a la historia de nuestro fútbol.
Durante estos días, como suele pasar con cada efeméride importante, se suceden los homenajes para recordar aquel partido que muchos han calificado como hazaña. No en vano, con aquella victoria en el estadio Benito Villamarín de Sevilla España se clasificaba para la Eurocopa de 1984 en Francia y eso, aunque ahora muchos jóvenes y no tan jóvenes no lo crean, no era algo a lo que estuviéramos muy acostumbrados ya que eran tiempos donde la selección no acumulaba grandes resultados, no era fija en las grandes competiciones internacionales y, por supuesto, prácticamente nadie podía imaginar que algún día sería campeona de Europa ni del Mundo. Porque sí, porque hubo una época en la que siempre caíamos en cuartos de final.
Es cierto que futbolísticamente hemos mejorado pero también hemos ido para atrás en muchas cosas. Hemos perdido la magia de esas camisetas preciosas que duraban toda la vida, con rayas donde tocan y colores como los que siempre han sido, sin ser hombres anuncio y, sobre todo, sin que la marca deportiva de turno la cambie innovando cada temporada sin respeto a lo que para mucha gente significa un escudo. Eran tiempos en los que el lateral derecho llevaba en su espalda el número 2, el lateral izquierdo el 3, los centrales el 4 o el 5, el extremo el 11, el delantero centro el 9 y el bueno del equipo el 10 y, sobre todo, en los que los jugadores parecían gente normal con los que te podías encontrar en tu día a día, desde un profesor aplicado y educado hasta el que parecía salir de una zanja, de una granja o una obra para dar muchas patadas.
Eran tiempos en los que los estadios eran menos cómodos, tenían menos artilugios, menos marcadores gigantes, menos céspedes de última generación pero también más encanto. Eran sitios a donde ibas a ver un partido de fútbol animando a tu equipo con tu bufanda y tu bandera mientras escuchabas en el transistor de tu abuelo o tu padre el programa de radio de turno para ir sabiendo que pasaba en cada campo a la misma hora y en los que se te paraba el corazón cada vez que sonaba la señal de que se había marcado un gol. Lugares donde se alquilaban almohadillas para no pasar frío sobre el cemento y donde olía a puro, bota de vino bien curtida y bocata que hacía tu abuela y que traías envuelto en papel albal o en papel de estraza dependiendo del día… Y, sobre todo, tiempos en que a los clubes les importaba el aficionado currante que durante toda la semana se dejaba la piel para luego acudir a disfrutar con su equipo, y no el que viene de fuera y está dispuesto a pagar una millonada por una entrada o el que está en las Antípodas y puede ver el partido en la comodidad de su salón con ocho o diez horas de diferencia.
Y por supuesto, eran tiempos donde las retransmisiones eran distintas a las actuales. Es cierto que la sociedad evoluciona y no somos iguales que hace 40 años y que hoy tenemos muchos más medios a nuestro alcance, pero ver un partido que no sabes si es un videojuego o algo real para mi gusto lo vuelve artificial. Lo mismo que recibir tanta información o tanta estadística sobre quien, donde, como o por qué se lanza un saque de esquina, un penalti, una falta, un saque de banda o hasta un simple golpeo de balón, o tanta repetición, tanta cámara o tanto detalle para todo… a mí, humildemente, se me hace bola y me aburre y sobre todo, me acaba alejando de un deporte y unas retransmisiones que ya no reconozco.
Afortunadamente, siempre que me vienen estos pensamientos tristes y nostálgicos y me da por pensar qué como se lo explicaría mi padre a su nieto Aitor, aún hay cosas que me reconcilian. Escuchar la voz de Jose Angel de la Casa, con la imagen casi entre cortada, emocionado como nunca, ver aquellas camisetas rojas con esos pantalones azules de tallas normales y esas medias y esas botas negras corriendo por un césped que no estaba medido al milímetro, ver como como los jugadores se pasaban aquel Tango que soñábamos tener todos los niños de la época y sobre todo, descubrir que en España de vez en cuando llegamos a tiempo en lo que a homenajes se refiere. Y es que ahora que hablamos de aquellos héroes del Villamarín no podemos olvidarnos de quien puso voz a aquella hazaña y que fue voz de la selección durante décadas. Y más teniendo en cuenta que hoy José Ángel de la Casa lucha contra el Parkinson demostrándonos que la vida si se empeña puede ser cruel y dura y que, como canta Carlos Goñi de Revólver «es un engaño ruin descubrir que cuando al fin ya sabes como funciona el juego se nos acaban las monedas». Un hombre, una voz y un ejemplo para los que amamos el periodismo y las retransmisiones y el fútbol de toda la vida, que como dijo en un programa de radio el que fuera jugador y luego compañero suyo en las retransmisiones deportivas, Miguel González del Campo, Michel, «es el vivo ejemplo de alguien que es un líder sin querer ser un líder». Gracias José Ángel.