Tenemos la misma edad y, sin embargo, ella parece más vieja, más cansada, manida, rechazada, utilizada y triste que nunca. Nuestros padres nos concibieron con cariño y con esperanza, creyendo en un futuro nuevo en el que creceríamos sanas y fuertes, robustas y libres. Libres sobre todas las cosas.
En nuestro ADN traíamos de casa un pasado de abrazos y de acuerdos, pero también de discusiones y de miedos. Veníamos de una dictadura, con las heridas abiertas de una guerra entre hermanos, pero aprendimos a andar con la tranquilidad de sabernos en un país que había jurado enterrar sus diferencias. Nuestros primeros cuentos no hablaban de dos verdades, ni de revanchas. No contaban muertos, sino historias nuevas. Nuestros primeros cuentos se construyeron a base de valores, de derechos y de deberes.
En 1978 nacieron en España 636.892 bebés, de los cuales 307.113 fuimos niñas, el 50% de una nueva sociedad que se despertaba un 6 de diciembre más justa, más igualitaria y más solidaria que nunca. Nosotras, las que vinimos al mundo esos días, tuvimos las mismas oportunidades que ellos. Estudiamos lo que quisimos, escogimos nuestra profesión, a nuestras parejas y tuvimos la capacidad para decidir si queríamos perpetuar o no nuestra genética.
Nosotras, las hijas de finales de la década de los años setenta, dejamos de ser vistas como meros úteros y asistentas, y pasamos a gobernarnos a golpe de ovarios. Nos enamoramos, nos separamos, nos reímos de todo, incluso de nosotras mismas, lloramos sin miedo a ser consideradas débiles y nos emborrachamos de autonomía. Dejaron de diagnosticarnos histeria y se puso el foco en la salud mental, y nunca más nos regalaron electrodomésticos por nuestros cumpleaños. Nosotras, la generación del 78, viajamos, incluso solas, expresamos nuestras opiniones siempre y rendimos homenaje a nuestras madres y abuelas, porque sin su fuerza, apoyo y ruptura de los estigmas que nos rodeaban como sexo, nunca hubiésemos sido tan conscientes de que feminismo no es una palabra que separa, sino que une, porque quiere decir, sencillamente, que los hombres y las mujeres somos iguales ante la Ley. Así lo dictaste tú, así quedó patente en todos los artículos que cuelgan de tus páginas y así lo quisieron todos los padres que te dieron vida. Y, sin embargo, no sé qué se ha roto para que, de pronto, tú, que fuiste una de las más modernas, más completas y más increíbles constituciones del mundo, les parezcas hoy denostada a quienes es probable que ni siquiera te hayan leído.
Querida Constitución, siempre te he sentido como una hermana a la que agradecer tener la licencia de rubricar estas letras sin temor a ser castigada y por eso yo sí que te celebro, te mimo y reconozco tu valor y tu valía.
Esta semana estamos de puente, aunque no nos sentimos de fiesta. La mayoría celebra de forma anticipada la Navidad, a la que también amenazan con practicar cirugía en su origen y nombre, y pasea alegres por las calles cuajadas de luces. En este redil de corderos en el que nos encerramos mientras nos gobiernan los lobos, nos dejamos seducir por canciones caducas y vino caliente obviando que el libro mágico que nos protegía de la oscuridad está en manos de quienes pretenden quemarlo, evocando conjuros oscuros.
Se han colado en nuestro particular castillo de la paz quienes te insultan y ofenden, e incluso los que han jurado protegerte te golpean con saña, como en un particular episodio de «Juego de Tronos», porque para todos ellos el sillón del poder tiene más valor que todo un reino.
Este puente te siento ahogada, colgada entre el 6 y el 8; rezándole a la Virgen de la Inmaculada que todo vuelva a la cordura y que, si quieren los de arriba, esos que parece que mandan, te operen de las piedras que te oprimen la vesícula y te curen la madurez, pero que del resto de tu osamenta no toquen nada.
A ver si en estos días de descanso, de acueducto y de reflexión logramos que vuelvas a sonreír lozana, feliz y más actual que nunca porque, querida hermana, nosotras te seguimos necesitando, defendiendo y protegiendo como tú llevas 45 años haciendo con nosotras.