Guirigay de seguridad. | Pixabay

Esto de viajar en avión comercial resulta cada vez más engorroso. Con la excusa de la seguridad, las normativas para traspasar los controles son directamente de penal salvadoreño. Y a la hora del estriptis de rigor no solo tienes que aguantar las vistas obscenas de los turistas que aspiran a ser cuerpos celestes, los aromas a cabrales, rochefort o gruyere de los pies descalzos, el latigazo de algún cinturón al aire, etcétera, sino que también te arriesgas a que algún caco vocacional te birle el peluco.

Así ha sucedido en el aeropuerto de Ibiza, donde detuvieron al ladrón de un reloj ridículamente caro. Las cámaras de seguridad sirvieron para su identificación y seguimiento hasta la puerta de embarque, cuando hacía cola luciendo la prueba del delito en su muñeca.

Esta es una noticia más propia del largo, loco y cálido verano, cuando la banda napolitana de almejas a la rolex hace su agosto. Pero el suceso es de hace pocos días, buena prueba que la temporada pitiusa se alarga dramáticamente. Y no parece que el ladrón sea de la camorra, pues es nacional. Tal vez sea un cleptómano que no pudo resistir la apetitosa visión del peluco en medio del guirigay del control de seguridad.

Pero robos aparte, qué decir de lo que te confiscan en tales controles. Con las ensaimadas ya hay una tregua, pero recuerdo la cólera de un amigo cuando los seguratas intentaron requisar el kilo de trufa blanca que portaba alegremente; a la viajera que llevaba seiscientas pastillas de viagra para animar la libido pitiusa; al turista con un Picasso embalado…    A mí suelen pararme por las bolsas de sal Torres. Comprendo que puedan pensar que es cocaína, pero solo las llevo cuando salgo de Ibiza.