Imagen de archivo de las largas colas en la parada de taxis del aeropuerto de Ibiza. | Archivo

Se acabó. Los dulces momentos de sosiego apuran sus últimas jornadas antes de que las carreteras vuelvan a obstruirse y la vorágine del turismo de masas y de excesos colapse nuestro fugaz goce. El invierno en las Pitiusas es un periodo que sirve a los residentes para coger aire antes de volver a sumergirse en el verano arrollador que consume nuestra energía y nuestra paciencia. Es en esta época cuando renunciamos a la soberanía de nuestras islas y la cedemos a los que por venir dos veranos ya se piensan que son dueños de una «magia» que les da derecho a desnaturalizar la auténtica identidad de la isla, que nada tiene que ver con la mayoría de locales de moda. Aquí somos más del ball pagès que del yoga, preferimos el pan de Es Pins al de espelta, nos gusta más el café caleta que el te matcha, nos representa más Marià Villangómez que David Guetta o nos decantamos por anar a Maig antes que por la fiesta de los tambores de Benirràs.

La sociedad pitiusa es presa de una deriva insaciable que está acabando con el comercio tradicional. La cultura está quedando relegada a una mera cuestión folklórica anecdótica y simpática sin trasfondo, mientras el capital extranjero se adueña de los últimos reductos de autenticidad que resisten la embestida y la tentación. La corrección de este rumbo no es tarea sencilla. La pandemia fue una oportunidad de la que íbamos «a salir mejores», pero a la vista está que de nada sirvió. La dinámica es igual o peor y los males que nos acechan se acentúan. La vivienda, la sequía, la contaminación, la sobrecarga burocrática, la presión fiscal o el abandono del campo invitan al pesimismo. Igual que ahora somos el destino de moda con mejor marketing del mundo, otro lo puede ser si seguimos dando manga ancha a una Ibiza fake de plástico y purpurina.