A estas horas no sabemos si el presidente del Gobierno dimitirá de su cargo. Desconocemos qué ocurrirá mañana con el devenir de nuestro país, en este domingo raro en el que el café nos sabe más amargo que de costumbre, mientras el cielo amenaza con descargar esa lluvia que tanto necesitamos. Tal vez ese aroma a vida, acuñado con una de las palabras más hermosas de nuestro diccionario, petricor, barra la sequía que lleva demasiados meses paseándose por nuestras calles, por nuestros campos y por nuestros televisores. Estamos cansados, desencantados, tristes e, incluso, enfadados. Quienes deberían representarnos como pueblo, gestionando nuestro patrimonio, servicios y cultura, están más preocupados por insultarse entre ellos, lanzarse bombas de humo, reproches y denuncias que por velar por nuestros intereses, mantener nuestros valores e identidad y ser ejemplo de honorabilidad y de conocimientos. La eterna lucha entre los sofistas y los socráticos llena foros de supuestos oradores que no creen en la mayéutica y que solo buscan jalear y encender a las masas.
A estas horas miro por la ventana y leo este periódico con gesto sombrío. A su lado me esperan las últimas páginas de «Nos quieren muertos», de Javier Moro, quien puede que a su vez esté escribiendo al amparo de esta tarde de abril una nueva trama desde su casa de Ibiza. Su relato, como el de Almudena Grandes en «Todo va a mejorar», nos invita a estar atentos a posibles futuros en los que en aras de una supuesta defensa de nuestra libertad y derechos, ambos sean coartados con el pretexto de construir una sociedad mejor.
Cierro los ojos y respiro fuerte ese olor que me lleva a visualizar dos universos paralelos que transitan a la vez. Uno hermoso, con Vara de Rey cuajado de lectores ávidos de libros que les despierten, de exposiciones o de congresos y festivales de cine internacionales, y otro oscuro donde priman más las siglas que las personas, los colores que los lugares y los egos que los alientos.
Ojalá esta lluvia pudiese limpiarnos un aire que se hace irrespirable y que nos arroja sin dilación a la caverna a la que no querríamos haber vuelto. Como en el mito de Platón, vemos cómo se arenga a quienes creen más en las sombras que en las luces, mientras ponen en duda lo que es correcto. El mal y la ignorancia crepitan en una hoguera que hace bailar sin remedio las historias que nos cuentan quienes las alimentan, sin saber que nosotros, los que todavía creemos en el bien, hace tiempo que nos quitamos las cadenas y transitamos bajo el sol.
Puede que un arcoíris resplandezca de pronto y sea capaz de unir sendos mundos o que, mientras comienzo la novela que me fue regalada en Sant Jordi, «La canción de Aquiles» (esto va de griegos), los líderes que deberían orientarnos en vez de desorientarnos estén manteniendo ahora mismo una conversación en la que reconduzcan sus formas y relaciones. Tras esa llamada, todos ellos se imbuirían de la responsabilidad de Estado precisa para construir en vez de destruir, para que las piedras que se lanzan sirvan para levantar ágoras y para entender que nuestra confianza y nuestros votos se merecen su respeto.
La única certeza que tenemos en esta vida es que vamos a morir y no creo que a nadie le apetezca hacerlo sabiendo que su semilla no germinó en nada. Lean, cuestionen, pregunten, duden, investiguen, refuten. No permitan que nadie les inocule ideas cuestionables y les obligue a ceñirse a un pensamiento común. Interpreten cada noticia, lleguen a sus propias conclusiones y mañana… mañana será otro día.