Recuerdo haber participado en festivales folklóricos de la península en los que, antes de empezar a bailar, siempre se interpretaba el himno de España. Un acto patriótico que me dejó con la boca abierta la primera vez que lo presencié, cuando tenía alrededor de doce años, porque el único himno que tenía en mi mente antes de bailar era el repique de las campanas de la iglesia de Sant Joan. Aquella situación todos los compañeros de colla la vivíamos entre la sorpresa y el pasotismo, como si la cosa no fuera con nosotros. Y es que los ibicencos no conocemos más patria que un buen arròs de matances, una copita de herbes eivissenques y un trozo flaó.

Aunque en Eivissa no tenemos himno oficial, muchos consideran el Roqueta, sa meua roca como tal. Como en Mallorca lo es La Balanguera. ¿Se imaginan a un grupo de ibicencos silbando y abucheando el himno mallorquín? Alguno seguro que sí, y aunque estamos cargados de razones y la libertad de expresión debe estar por encima de todo, creo que los símbolos hay que respetarlos siempre. Y tan feo está silbar la Marcha Real en el Camp Nou, como La Marsellesa en el Vicente Calderón o el God Save the Queen en el Santiago Bernabéu.

De todos modos, pienso que al Gobierno le ha venido de perlas la pitada al himno en la última Copa del Rey para desviar la atención y tapar sus vergüenzas. Tener una tasa de paro del 24%, los interminables escándalos de corrupción en sus dirigentes, los aumentos de impuestos o los recortes en servicios básicos. Esto último sí que es una falta de respeto.