Hemos escuchado el relato sobre la mujer adúltera. Sabemos que Jesús se retiró varias veces por la noche a orar al Monte de los Olivos, situado al Este de Jerusalén.

En esta ocasión, de mañana va al Templo, se sentó y se puso a enseñar al pueblo. Los escribas y fariseos trajeron una mujer sorprendida en adulterio. Maestro, le dijeron, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio, según la Ley, debe ser lapidada. ¿ Tú que dices?. La pregunta esconde una insidia. Buscaban un pretexto para acusarla.

El que de vosotros esté sin pecado, que tire la piedra el primero. Los presentes se alejaron. Entonces Jesús, dice a la mujer: ¿ Nadie te ha condenado?. Nadie, Señor. Yo tampoco te condeno. La gran misericordia de Jesús manifestada con esta mujer parecía a algunos, exageradamente rigoristas, que daba pie a un relajamiento de las exigencias morales. Es como si favoreciera al pecador. No es así, porque Jesús añadió: Vete y, desde ahora no peques más. El Señor dio sentencia de condenación contra el pecado, pero no contra la mujer. Jesús, siendo el Justo, no condena, en cambio aquellos, siendo pecadores, dictan sentencia de muerte.

La misericordia infinita de Dios nos ha de mover a tener siempre compasión de quienes cometen pecado, porque también nosotros somos pecadores y necesitamos el perdón de Dios. Ahora bien, debemos tener muy presente que al contemplar la divina misericordia no nos podemos olvidar de la divina justicia. Dios es infinitamente justo e infinitamente misericordioso.