Que el mundo contemporáneo se ha convertido en el reino del postureo es algo que se demuestra cada día, y no sólo en la modesta escala de los adolescentes o las celebrities, que casi dan la vida por una buena foto en el lugar oportuno y en el escaparate deseado. Ocurre también en las más altas esferas, desde el Vaticano –que habla hasta el aburrimiento de reformas y luego nombra altos cargos del Opus– hasta la Casa Blanca, donde muchas veces se decide el destino del mundo a nivel global. El presidente Barack Obama ha visitado España, más que nada para pasar un rato con sus compatriotas destinados en las bases de aquí antes de terminar su mandato, un gesto muy americano que sin duda le habrá llevado a ocupar emotivas imágenes en los informativos yanquis. Pero, claro, al pisar suelo de otro país, se veía obligado a saludar también a las autoridades patrias. Y éstas, of course, salivaban de placer semanas antes de que se produjera el encuentro, porque lo mismo a las derechas que a las izquierdas, que a los que ahora se consideran de ese lugar inexistente que llaman centro, se les cae la baba ante la mera idea de poder hacerse una foto con el hombre más poderoso de este planeta. Tras recibir al presidente en funciones y al Rey, allí acudieron, raudos y repeinados, los representantes políticos de la oposición, a rendirle pleitesía. Una hora de espera para ser recibidos, uno por uno, durante tres minutos –no es coña– y de pie. Sobran los comentarios. ¿Realmente vale la pena hacer este paripé para tener la foto? ¿Le supone a un político un solo voto de más o un aumento de popularidad milimétrico ser recibido por Obama? Yo lo dudo. De hecho, cualquier análisis mínimo sobre el asunto deja mal sabor de boca. Habrá quien crea un honor ser recibido por Obama, aunque sea un instante, pero la forma y, sobre todo, el fondo, se parecen más a una humillación.