Dejamos atrás el mirador y sus motorineros con cigarros perfumados y a la altura de la encrucijada para Es Ram, doy un volantazo para evitar las dos sombrillas que viajan en la moto, junto a sus dos ocupantes que llevan de paseo a los parasoles al mercado artesanal de La Mola, para que no se aburran. Llegamos a Es Caló, frente a la farmacia un Panda blanco de alquiler, espera estacionado en el carril bici. Un enorme flamenco rosáceo hinchable corona el vehículo atado con unos pulpos de dudosa efectividad. Llega la larga recta en la que debería hacerse más fácil la conducción. Poco me dura la ilusión, frente a mi, una legión de «motorinos» con sus respectivos ocupantes en bañador y con predominio del tanga debaten en triple fila el siguiente destino. La tertulia parece interesante, pues conducen de manera extraordinariamente lenta. En un intento de poner orden, doy un suave golpecito al claxon e inmediatamente recibo la mayor colección de insultos de las últimas décadas. Enrojecidos rostros increpan a este humilde conductor, y sus hinchadas venas me hacen huir del lugar a toda velocidad. Llego al cruce del Blue Bar y freeeeeenazoooo mayúsculo. Cuatro ciclomotores salen del camino y entran a toda velocidad en la carretera, sin mirar ni a un lado ni al otro. Nos vamos acercando a Sant Ferran y el peligro parece quedar atrás, pero en esas a la altura del ofiusa, una señora cargada con una enorme bolsa y una niña de unos dos años en brazos cruza la carretera como si no hubiese un mañana, para llegar hasta el coche que ha dejado con los cuatro intermitentes en el carril bici al otro lado de la carretera. A la entrada de Sant Ferran, un mehari verde echa humo como para una fiesta y sus ocupantes intentan abrir el capó sin éxito.
La próxima semana intentaremos llegar a Sant Francesc.