Todos cambiamos de opinión, evolucionamos y, tras un proceso de raciocinio, adoptamos nuevas convicciones, lo cual demuestra salud intelectual. Sería muy triste y preocupante tener opiniones inmutables, dado que ese hermetismo mental pone de manifiesto una severa incapacidad de escuchar y aprender. Cosa distinta es carecer de convicciones y adaptarlas al contexto para satisfacer a un perfil de elector o a un grupo parlamentario con el fin de conseguir su apoyo. Exactamente esto último es lo que está haciendo Pedro Sánchez a fin de superar su investidura. Es completamente lícito negociar y acordar, pero produce un profundo bochorno observar como Sánchez ha pasado de morder la yugular del líder de Unidas Podemos en una pugna por el liderazgo de la izquierda a deshacerse en alabanzas hacia él para vendernos que el inminente gobierno de coalición será toda una travesía de amor y flores. Gracias al líder socialista, Pablo Iglesias ha pasado de ser una articulación más del chavismo a convertirse en un hombre de Estado; de representar el populismo bolivariano a ser la segunda cabeza de un gobierno bicéfalo; de quitarle el sueño a meterle en su cama del Consejo de Ministros. Todo apunta a qué para conseguir los votos de ERC, Sánchez también aparcará su promesa de tipificar en el Código Penal la convocatoria ilegal de un referéndum o la beligerancia con la que aseguraba (sin ser competente para ello) que los líderes independentistas sentenciados cumplirían “íntegramente” con la condena, todo ello como un guiño seductor a Gabriel Rufián. España debe salir del bloqueo y es positivo que tras 6 meses de retórica hayan pasado a la praxis y en 48 horas consigan algo de lo que fueron incapaces, pero el país merece un presidente creíble, no un hermano Marx.