Una de las muchas cosas que aprendí de mi padre y de mi madre es que las críticas, si son constructivas, han de ser bienvenidas porque siempre se puede aprender de ellas para ser mejor. Entiendo, porque me pasa, que a veces no es fácil asumirlas, pero con el paso de los años y la llegada de las canas he entendido que tengo una profesión en la que estamos sujetos a muchas críticas. Nunca o casi nunca hacemos bien del todo las cosas y siempre hay quien sabrá mucho más que nosotros del tema que escribimos o hablamos o nos dirá que no hemos transcrito bien sus declaraciones, que las hemos sacado de contexto o que no hemos captado la esencia. He aprendido a vivir con ello y con los comentarios en redes sociales y al pie de cada noticia. Si son constructivas intento apuntármelas para en un futuro hacer mejor el texto. Sin embargo, todo cambia cuando hay un insulto por medio porque bajo mi punto de vista ahí se cruza una línea roja que puede acabar generando violencia.

Ayer el vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, durante la comparecencia tras el Consejo de Ministros utilizó su intervención para explicar las medidas allí adaptadas para dar su versión sobre el llamado caso Dina y seguir con su ataque a los medios de comunicación que aportan una versión diferente a la suya. No seré yo quien diga quien lleva razón en este tema porque no tengo todos los datos en la mano para formarme un juicio de valor y ante eso es mejor callarse. Lo que sí tengo claro es que nadie, sea quien sea, puede asegurar como dijo ayer Iglesias que «hay que naturalizar que en una democracia avanzada cualquiera que tenga una presencia pública y que tenga responsabilidades en una empresa de comunicación o en la política está sometido tanto a la crítica como al insulto en redes sociales». Es cruzar una línea peligrosa que me da miedo porque el ser humano es muy impredecible cuando se le alienta y se le jalea. Una cosa es una crítica y otra un insulto. Son muy diferentes.