Formentera no pudo tener una población permanente hasta hace relativamente poco a causa de la piratería que azotaba sus aguas. Al estar cerca de África, la isla constituía un frecuente refugio para piratas y malhechores. No en vano, estamos rodeados de torres de vigilancia y nuestras iglesias parecen más una fortaleza que un lugar de culto. Que nadie piense que la piratería sea cosa del pasado o que Formentera sea ya un lugar seguro, nada más lejos de la realidad. Así lo ha demostrado Joan Yern, propietario del kiosko El Pirata de ses Illetes quien, haciendo honor al nombre de su local, se ha comportado como tal. El capitán del negocio no tuvo mejor ocurrencia que obligar a sus empleados a trabajar teniendo un tercio de la plantilla infectada por COVID-19, un comportamiento repugnante que no sólo pone en peligro a sus clientes, sino que demuestra estar privado de la menor catadura moral. El hecho de haber sido detenido por la Guardia Civil por un presunto delito de lesiones y por atentar contra las más esenciales normas laborales debería provocar su inmediato cese como Juez de Paz. El home bo de Formentera no puede ser un pirata sin escrúpulos capaz de exponer a sus grumetes y a sus visitantes a la severidad de la pandemia. Coaccionar a un trabajador enfermo para seguir inflando su saca es de lo más soez y vil que un empresario pueda hacer. Tal vez lo mejor será instalar nuevas torres de vigilancia cerca de sus locales para que controlen y vigilen las malas artes de Barba Blanca. Lo peor es que no se trata de un caso aislado, sino que la piratería se esparce por la arena pitiusa a través de vendedores ambulantes, narcotraficantes y fantasmas que creen estar por encima de las leyes urbanísticas para sembrar setas de cemento sin licencia y sin vergüenza.