El otro día contacté con una persona para ver si podía hacerle una entrevista. Es uno de los mejores profesionales que conozco en su ámbito laboral, un gran erudito y una magnífica persona con un trato amable y cercano que hacen que te sientas a gusto con él desde el primer momento.

Sin embargo, con la amabilidad que siempre le caracteriza me dijo que prefería no hacer la entrevista por el momento de crispación tan grande que hay hoy en día. «No me apetece salir en prensa porque solo hay que ver los comentarios y los haters que aparecen en algunas noticias, que llegan a la descalificación y al ataque personal», me pidió.

No pude decirle nada. Lleva toda la razón. Creo que esto de los comentarios en las noticias, en las redes sociales y en el Twitter se nos ha ido de la manos. Yo hace unos meses también recibí comentarios ofensivos y muy dolientes a un artículo de opinión. Aluciné en colores. No me dolió que criticaran el artículo en sí porque siempre he defendido que todos tenemos derecho a mostrar nuestro desacuerdo con algo si no nos gusta y porque mis padres me enseñaron que toda crítica constructiva sirve para aprender. Me dolió el odio que emanaba el comentario al referirse de forma soez y despectiva a que haría con cierta parte de la anatomía de mi padre. Ni esa persona a la que quise entrevistar ni yo somos los únicos porque últimamente los comentarios de las noticias o las redes sociales son una sucesión de insultos, desacreditaciones y enfrentamientos donde todo vale. Un lugar donde soltar tanta frustración acumulada, escondidos cobardemente tras un teclado o tras un teléfono móvil sin necesidad de dar la cara.

Me niego a aceptar que sea un reflejo de la sociedad en la que vivimos, totalmente polarizada entre buenos y malos, los míos o los tuyos. Creo en la libertad de expresión pero con límites. Y si no, señores tenemos un problema de los graves.