Me cuesta diferenciar la izquierda de la derecha, un plano vertical de otro horizontal y discernir si el cambio de hora va a robarme o a regalarme minutos de sueño. Tengo una especie de dislexia condicionada con estos tres conceptos que atribuyo siempre a mi condición de zurda como excusa perfecta. Del mismo modo que tengo una memoria prodigiosa para evocar canciones, saber a qué hora exacta envié un email y los archivos que contenía o qué ropa llevaba puesta aquella noche de San Juan del verano del 96, soy incapaz de retener los dígitos de mi cuenta bancaria o de recordar cómo se llega a la casa de esa amiga a la que he ido ya una decena de veces. Como les decía, mi cabeza funciona de una forma peculiar y hoy está especialmente espesa. Definitivamente, me he despertado con cuerpo de lunes: tenía mucho sueño, el cielo estaba más oscuro de lo normal y solo he acertado a meterme a la ducha con la cabeza embotijada y el cuerpo destemplado.

Mientras me leía la prensa, tarareando una letanía con olor a café, me he dado cuenta de que la razón por la que este domingo es menos brillante que el pasado se debe al innecesario cambio de hora al que nos someten dos veces al año, supuestamente para economizar energía, pero que al hacerlo emparejándonos con otro uso horario del que nos correspondería solo se traduce en la triste oda a una hora perdida. En este caso, en el que la primavera asoma y nos roba 60 minutos de sábanas tibias, el poema me resulta más trágico.

Las nuevas tecnologías hacen hoy el trabajo sucio por nosotros y aplican esta variable de forma automática, pasando casi de puntillas por ella. Son las mismas herramientas que nos han convertido en inútiles incapaces de sostener en la memoria una ristra de teléfonos como los que atesorábamos en nuestra adolescencia. Mis móviles y despertadores ya se ajustan solos el último domingo de los meses de octubre y de marzo, aunque ya les digo que nunca estoy segura de si viajamos en una línea espacio temporal hacia delante o hacia atrás.

Les cuento todo esto porque precisamente hoy debería haberse parado el tiempo. Es decir, que el Parlamento Europeo, tras efectuar una encuesta entre 4,6 millones de ciudadanos comunitarios, contempló eliminar en esta fecha este sinsentido. El clamor fue unánime: el 84% de los entrevistados abogaba por dejar los relojes en paz, pero aun así aquí seguimos, como siempre, en crisis, con el coronavirus amenazando con bañarnos con una cuarta ola y otro domingo de hurto de segundos y rutinas.

No siempre ha sido así, la genial idea de marear la perdiz se produjo en la Primera Guerra Mundial para aumentar la productividad de las fábricas al abrir una hora más. Así, entre cañonazo y cañonazo, nos convencieron de todas esas milongas de que aprovecharíamos al máximo las horas de luz y consumiríamos menos electricidad, algo que se ha desmontado con el paso de los años demostrando que apenas hay ahorro y que hay más contras que pros. El cambio de hora tiene, además, consecuencias negativas para nuestra salud como un aumento en las probabilidades de sufrir hipertensión o migrañas y un incremento cuantificado en el número de accidentes provocados por la falta de sueño. Así que, señores, feliz siesta y vamos a ver si nos dejan ya de una vez los versos y las horas quietas.