Su documento de identidad dice que son británicos, pero en sus calles se escucha un suave acento andaluz rondando feliz y en cualquier tasca pueden comerse unos fideos con coquinas sin necesidad de dar un salto hasta Algeciras o la Línea de la Concepción. La otra diferencia con los españolitos de a pie que cruzan su frontera con la facilidad de un saludo es que ya se han quitado la mascarilla. Gibraltar es el único territorio ubicado en la península ibérica que ha recibido la llamada inmunidad de rebaño, esa cuyos pastores no han sido capaces de inocularnos en otros destinos otrora mágicos como Baleares a las puertas de una nueva temporada incierta y oscura. Pero claro, aquí la política solo sabe de insultos y de descalificaciones en vez de gestión eficaz y leal, y así nos va.

En Ibiza vemos con ojos golosos cómo esta colonia que depende del imperio de la Gran Bretaña está cada vez más cerca del final de la pandemia, mientras nuestros restaurantes y hoteles siguen cerrados y rezándole a todas las deidades que se han paseado por nuestra isla para que les salve de la ruina.

Desde anoche, en la Roca ya no tienen toque de queda a las doce de la noche y la Main Street, la única calle que todavía mantenía el uso de cubrebocas en espacios al aire libre, solo muestra sonrisas. Allí se puede cenar al amparo de una buena botella de vino para regresar de madrugada a casa con los zapatos en la mano y la dignidad menos recta por una sencilla razón: el 80 % de su población está inmunizada frente a la Covid-19 gracias a su ejemplar campaña de vacunación, con la Pfizer para ser más exactos y evitar polémicas.
Desde que los primeros viales llegasen hasta el Peñón el 9 de enero, como un delicado regalo de Reyes Magos, toda su población adulta, incluso la «flotante» de trabajadores transfronterizos, ya ha recibido las dos dosis de este antídoto. Para que se entienda esta desigual analogía, la cifra de población que ha sido vacunada en Ibiza es tan solo del 3 por ciento, mientras que en Formentera no llega al 2.

Me imagino al ministro de Sanidad de Reino Unido, Matt Hancock, desplazándose hasta Gibraltar para controlar las lindes de su imperio mientras degusta unas tortitas de camarones que le quitan el sentío. Allí, con el sol rozándole la cara, sonreiría después por la suerte de mantener algo tan anacrónico como un territorio propio en otro país donde comer como Dios manda. Con los hospitales vacíos de pacientes ingresados por esta pandemia y las residencias limpias, la esperanza tiene acento inglés y nos hace un corte de mangas a los que vemos cómo cada día nos marean con fases que entran y que salen sin ningún criterio técnico, con vacunas que hoy son buenas y mañana un peligro y con promesas rotas que nos parten el alma.

Grecia se une a esta guerra sin tregua para unos y perdida para la mayoría e implanta un plan piloto para vacunar a todo su personal turístico. En Italia se arman en la conquista del verano y anuncian proyectos similares en sus islas, mientras que aquí solo apretamos los dientes y nos encomendamos a la suerte, como si esta carrera para recuperar la salud y la economía fuese un Euromillón al que fiar nuestro futuro y nuestros sueños, PCR de por medio. Al final no somos más que los últimos monos de esta distopía con morriña de Gibraltar.