Para empezar, reconozco mi profunda admiración por el artista Miguel Bosé, siempre me ha gustado mucho. Me ha parecido un tipo arriesgado y artísticamente honesto, que ha hecho lo que le ha apetecido, y bien. He seguido su trayectoria y he visto sus conciertos en diferentes etapas y he disfrutado mucho.

Particularmente, me voy a quedar con ese Bosé, ya que el que hemos visto en dos entregas con Évole en la tele me parece otro señor. Partiendo de la base de que cada uno es libre de opinar lo que le venga en gana, está claro que no es lo mismo que el negacionista sea el cuñao del bar de abajo a que lo sea uno de los artistas más reputados del mercado latino y se le programe en prime time en un espacio con millones de espectadores.

Como espectáculo televisivo es impagable. Ni en el mejor de sus sueños Jordi Évole hubiese imaginado a uno de los grandes, vestido casi de monje de clausura, con el DF al fondo, hablando para dentro y confesando que se metía 2 gramos de coca al día, «entre otras cosas», y que a «Franco se le caía la baba con su padre». Hasta ahí, aceptamos pulpo, pero cuando aparece el «Don Diablo» que él mismo cantaba y empieza por negar que su madre haya fallecido de Covid y continúa con todos los disparates de la pandemia, entonces se evidencia que los kilos de farlopa le han dejado una huella profunda.

No seré yo el que plantee el debate de si se debe dar voz o no a alguien que claramente ha perdido los papeles, cuando he sido el primer enfermo morboso que estaba frente al televisor deseando que empezara la entrevista. Es televisión, y nada más que eso. Peor era lo que hacía Cárdenas con Camilo Sesto o Carlos Jesús.

Pero sí podemos reflexionar sobre cómo encaja esto la sociedad actual.

Hala, a pensar. Si quiere, claro.