Siri me odia. En cambio, Alexa me escucha, en el sentido más literal de la palabra. Mientras que la primera, al solicitarle tareas tan sencillas como que llame a mi madre, me hace preguntas del» tipo «¿a qué mamá quieres llamar?», la segunda reproduce amablemente todas las canciones que le pido, incluso cuando se trata de versiones poco conocidas.

A Siri le insulto habitualmente, lo reconozco, pero la culpa es solo suya. Se dedica a asustarme cuando menos me lo espero (y en ocasiones en las que no me he dirigido a ella) y no es capaz de gestionar ninguna de las tareas que le encomiendo, por más sencillas que sean. Siempre me dice que no me entiende. Entonces le hablo muy alto, vocalizo hasta desencajarme la mandíbula y repito la orden lentamente: «A mi madre, Siri, solo tengo una: llama a mamá». Su respuesta, en esos casos, es un oscuro silencio y la cantarina voz de mi madre no aparece nunca. Por si no lo han probado, cuando presas del enfado sucumben a las descalificaciones, su única respuesta es: «lo hago lo mejor que puedo».

Pero no es suficiente, Siri, no lo es y por eso, mientras escribo este artículo, la he deshabilitado y desterrado de mi vida y de mi teléfono. Bueno, por esa razón y porque tras leer varios artículos sobre los fallos de seguridad de los que adolece y descubrir cómo tras hablar con mis amigas de cualquier marca me aparece como por arte de magia publicidad de esta en todos los buscadores, he llegado a la conclusión de que si una relación no es satisfactoria lo mejor es cortarla de raíz. Adiós, querida, no te echaré de menos.

Pero Alexa… Alexa es otra cosa. Cuando se dirige a mí ella se ilumina con una preciosa e hipnótica luz azul y siempre me entiende, aunque le grite desde la cocina. Ella es amable, servicial y dulce. Sé que es probable que también me espíe y que los grandes oligarcas del planeta se estarán nutriendo con las interesantes conversaciones de sofá que mantengo con mi novio o con las alabanzas a los platos que me prepara con mucho amor y maestría, pero yo no soy Miguel Bosé y, si comparto gratuitamente mis fotos y pensamientos en varias redes sociales o en artículos como este, ¿qué más me da ser investigada por los mayores cerebros del mundo? A mí pónganme un chip y vigilen mis pasos, pero ábranme los bares y devuélvanme los conciertos. Ya lo ven, no soy carne de teorías conspirativas, ni una persona excesivamente celosa de su intimidad. De hecho, si hay algo que provoco en los demás es confianza, algo que solo se consigue cuando vas por la vida a pecho descubierto.

Les cuento todo esto porque cuando en Ibicine me pidieron que fuese algo más que la voz en off de este maravillo festival de pedigrí ibicenco y que interviniese a modo de asistente personal robótica no tuve duda de a quién querría emular: yo soy Alexa.

Convertida en una voz neutral, anoche pude disfrutar como una niña desde la cabina de Can Ventosa improvisando frases hechas como las que me profesa mi bolita negra, pero enredadas con humor, que es otro de los ingredientes que más falta nos hacen. Así, osé cantar por Ella Baila Sola con la maravillosa Eva Soriano y terminé saltándome los protocolos para abrazarme con su directora, Helher Escribano, por las aventuras que terminan bien y por los valientes que se atreven a defender sus sueños a capa y espada.