Es cierto que la fe y la vida eterna no se pueden merecer por las solas fuerzas naturales del hombre: son un don gratuito de Dios. Pero el Señor a nadie niega su gracia para creer y para salvarse. Es la voluntad de Dios que todos los hombres se salven. Ahora bien, si uno pone obstáculos al don de la fe, es culpable de su incredulidad. Santo Tomás de Aquino afirma: Puedo ver gracias a la luz del sol; pero si cierro los ojos, no veo. Esto no es por culpa del sol, sino por culpa mía. Por el contrario, los que no oponen resistencia a la gracia divina llegan a creer en Jesús, son conocidos y amados por el Señor.

Es verdad que en este mundo tendrán que luchar y sufrir heridas; pero si se mantienen unidos al Buen Pastor nada ni nadie arrebatará de los manos de Cristo a sus ovejas, porque es más fuerte que el Maligno es nuestro Padre Dios.

Jesús manifiesta la identidad sustancial entre Él y el Padre. Antes había proclamado a Dios como Padre suyo haciéndose igual a Dios; por esto los judíos habían pensado varías veces en darle muerte. Ahora habla acerca del misterio de Dios, que los hombres solo podemos conocer por revelación. La misión del Hijo y la del Espíritu son distintas, pero inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos, cuando Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a Cristo en la fe, a fin de que podamos como hijos adoptivos, llamar a Dios Padre

El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio de su acción cuando nos revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia. ¡Señor, creo en Ti, peor aumenta mi fe!

Creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo. Creo en Dios Espíritu Santo; creo en la Santísima Trinidad; creo en mi Señor Jesucristo, Dios y hombre verdadero.