La ministra de Defensa, Margarita Robles, interviene en una sesión de control, en el Congreso de los Diputados. | Eduardo Parra - Europa Press

¿Es el enemigo?… ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento? … ¡Qué si pueden parar la guerra un momento! Los más jóvenes igual no lo reconocen pero con estas frases arrancaba uno de los gags más celebrados de Gila, Miguel Gila. Un escenario, un teléfono y el talento del fenómeno de la camisa roja eran más que suficiente para arrancar carcajadas a cascoporro, que diría el bueno Dj Pandereta. Desde hace unas semanas la política nacional vive una nueva tragicomedia en la que los teléfonos son los protagonistas. Lejos de cerrarse, el caso Pegasus va dando giros inesperados o esperados en un affaire de espionaje con marca España: más próximo a Mortadelo y Filemón que a una novela de John le Carré, Ben Macintyre o Frederick Forsyth.

En su génesis, el caso reventó por el espionaje realizado a los líderes independentistas. Rufián y compañía fruncieron el ceño y pusieron el grito en el cielo con el fin último, y ya clásico, de seguir apretando la teta del Estado. Desde el Gobierno jugaron la baza no menos clásica de que el origen del mal era el PP. El suflé no bajaba y para rebajar la tensión se ventiló que el CNI también había invadido el teléfono de Pedro Sánchez y de otros miembros de su gabinete.

El spyware también se había infiltrado en los terminales de Margarita Robles, ministra de Defensa, y de Fernando Grande-Marlaska, amo y señor de la cartera del Interior. Desde el 19 de abril la crisis ha ido in crescendo y ha hecho más mella en el Ejecutivo que el disparatado precio de la electricidad o la gasolina. Como siempre en estos casos, Sánchez ha tirado de guión y ha marcado el    cortafuegos en el segundo escalón, ventilándose a la ya exdirectora del CNI Paz Esteban, cabeza de turco y nueva botella de oxígeno para un presidente al que empiezan a no salirle los números de la demoscopia.