Afirmaba Francisco de Quevedo en «Amor constante, más allá de la muerte» que, aunque su cuerpo terminase convertido en cenizas, estas habrían tenido sentido porque, esgrimía, «polvo serán, mas polvo enamorado». El escritor daba sentido a su vida dotando de victoria su existencia, a pesar del cese de aire en sus pulmones, porque su alma, vísceras y sangre habrían ardido presas de este sentimiento. Al final, hasta para la pluma más sátira y una de las más brillantes del Siglo de Oro, sentir, admirar e idolatrar a las personas veneradas no era sino la razón más valiosa de su paso por la vida y un motivo para que su fugacidad tuviese una finalidad de peso. Hoy, sin embargo, pocos entonan sus versos y comprenden cada vocal y consonante abrazadas a ese concepto.

Los poetas y sus odas han muerto y priman los polvos, mientras languidecen los enamorados. Confundimos compartir con poseer, sumar con restar, confiar con dominar y nos dejamos llevar por las pasiones primarias vistiéndolas de falsa libertad. ¿Es más soberano quien yace cada día con un desconocido o quien escoge el olor de cada abrazo? No seré yo quien juzgue sin toga ni mazo, pero tampoco osen tildar mi sino de pazguato si no me dejo vencer por los instintos primarios.

Les cuento esto porque hay quienes aspiran a convertir los deseos en derechos y pretenden que decidamos nuestro sexo dependiendo del aire con el que nos despertemos cada día, sin que la madurez o el conocimiento de los expertos arbitren una decisión tan trascendental e irreversible para, acto seguido, afirmar que las relaciones monógamas son del pleistoceno. Ellos, que invitan a los niños a travestirse y a plantearse preguntas que no concuerdan con su edad ni anhelos, consideran que quienes hacemos del más noble de los afectos nuestro sayo estamos sometidos al yugo del patriarcado. ¡Ay, de quienes no leen entre líneas y permiten que sus huellas sean solo pasto de los gusanos, porque el éxtasis no es lo que se consuma cada noche entre dos cuerpos, sino el abrazo que se entrelaza con el tiempo! ¡Pobres de aquellos que pastorean a sus acólitos haciéndoles creer que su pan es su circo, mientras pasan de puntillas en el desarme de una sociedad cada vez más hueca y menos plena!

Nunca en nuestra historia reciente habíamos asistido a tales cazas de brujas ni habíamos escuchado a tal número de censores. El falso «buenismo» se ha instalado en esta burbuja asfixiante que nos tapa los cerebros para impedirnos opinar, pensar por nosotros mismos, reflexionar o mostrar quiénes somos.

Los menores consumen contenidos pornográficos en los que se muestran conductas agresivas y vejatorias hacia las mujeres en el silencio de sus habitaciones. Mientras sus dispositivos móviles les hacen creer que eso es el sexo consentido, placentero y normal, la educación sexual se ciñe a mostrar cómo se realiza una felación o a plantearse si somos no binarios, bisexuales o poliamorosos. Las películas subvencionadas por quienes arbitran estos nuevos modelos ridiculizan a quienes aspiramos a parafrasear a Quevedo y convertirnos en polvo enamorado y, al final, nuestros jóvenes no solamente son menos libres de lo que lo fuimos nosotros, sino que están confundidos. Al mismo tiempo nuestro país es ya el mayor consumidor de prostitución del mundo, que no es sino la violación de una persona con la única diferencia de que el dinero media entre un acto violento y otro.         

Respetar a quienes no piensan como nosotros y no creer que el libre albedrío es lo mismo que la libertad, porque esta solo es posible al amparo de las leyes y de las normas que la protejan de las rebeliones, es esencial para que este no termine siendo conocido como el Siglo de las Sombras. Tal vez las clases de literatura, de filosofía y de ética sean más necesarias de lo que creen quienes se empeñan en relegarlas y el amor siga siendo el engranaje que permita que ruede todo.