Imagen de recurso de Halloween. | Imagen de Stefan Keller en Pixabay

La profusión de brujas, zombis, vampiros, verdugos, ejecutores o ejecutivos, etcétera, era simplemente aterradora, así que pedí directamente una botella en el bar Costa. Resulta extraño comprobar cómo una tradición tan ajena a nuestra cultura se abre paso velozmente. La madrugada de Todos los Santos ha sido tomada por una tropa espantosa que bebe alcohol en latas de gasolina.

Esta tradición sajona que arrasa entre la juventud latina es en realidad es una conmemoración celta, la noche de Sanheim, que simboliza el final del verano y el inicio de una etapa oscura en la que, tal y como aparece el espectral panorama socioeconómico, lo mejor será invernar en buena compañía, sobre una piel de oso al pie de la chimenea y con una botella de coñac a mano.

Persona es un término latino que quiere decir máscara. Los antiguos eran sabios y conocían los recovecos mentales que tanto acercan al hombre a la bestia. Por eso la liberación saturnal en la que amos y esclavos intercambiaban sus puestos por unas horas. Por eso la tradición carnavalesca veneciana (¡qué diferencia de disfraces y máscaras!), en la que los matrimonios se daban inteligente amnistía sexual para echar sus canas al aire.

Pero luego vienen los anglocabrones y nos critican el catolicismo como corsé de fantasías. No quieren reconocer que fue en su apogeo imperial, cuando la reina Victoria extendió el puritanismo a velocidad industrial y luego tuvo que venir Freud a sentarnos en el diván, hipnotizados por el humo perenne de sus puros, para liberar la histeria femenina y los complejos del macho. Pero hasta los eminent victorians, como el general Gordon, jamás se hubieran disfrazado de adefesios de película de serie B.