Portada del libro 'Fray Perico y su borrico'.

Nos convertimos en adultos cuando empiezan a faltarnos los maestros. En ese momento en el que comenzamos a entender y a temer la muerte se nos escurre la infancia por las costuras y damos un estirón de miedo para vivir por y para siempre asustados. Sabedora de esa realidad, que la muerte es nuestra única certeza, intento alimentar y abrazar fuerte a la niña que me habita los lunes, los miércoles y los sábados. Los martes, los jueves y los viernes engroso en mi cuaderno de bitácora brindis y saludos al sol para dedicárselos a todos los ojos azules, marrones y pardos que ya no me acompañan, mientras que los domingos les escribo algún poema bonito.

Mi primera despedida fue a los 18 años y se llevó de un plumazo a mi abuelo Miguel (ya les he hablado de sus inmensos ojos verdes en algún que otro artículo y de que su figura condensaba a los otros tres que me faltaban). Mi tío Goyo fue el siguiente, falleció de esclerosis múltiple poco después, con la juventud pegada a una silla de ruedas. ¡Menos mal que abrazaba la filosofía budista y seguro que hoy está recorriendo el mundo a zancadas o a lomos de elefantes y globos aerostáticos! Después se marcharon amigos, amores, familiares... maestros de los que te enseñan a ser un poquito más valiente, más noble y menos torpe, pero sin los que el camino es más oscuro y yermo.

Para iluminar mis pasos, y secundando a mi tío Goyo, decidí sumar a mis propios credos la posibilidad de que algún día volviesen cabalgando su energía en otras almas. Presa de esta idea, hay veces en las que me parece sentir sus miradas cómplices en los nuevos miembros de mi tribu. Entonces sonrío, porque sus posibles vueltas a casa me devuelven también a mi propia infancia segura y eterna; esa en la que me escondía con una linterna bajo las mantas para devorar las colecciones de «Elige tu propia aventura», «Los Hollister», «Los Cinco», «Las Mellizas en Santa Clara» o «El Barco de Vapor». Entre sus letras viajé por todo el mundo, aprendí miles de palabras y descubrí que vivir uniendo letras era mi vocación. Y es, precisamente, esa niña, la única de su entorno que chillaba de regocijo cuando alguien le regalaba un nuevo libro y a la que permitían sacar hasta ocho títulos al día de la Biblioteca de Aranda, la que hoy le dedica este artículo a uno de los mentores que le mostró que un borrico y un pirata llamado Garrapata podían ser los mejores compañeros de aventuras.

Se ha despedido de este paseo el escritor Juan Muñoz, y lo ha hecho con la misma vocación docente de siempre, sereno y en paz a sus 93 años, protagonizando una de sus disparatadas historias y viajando alegre, como todos le recordamos, en un tren muy veloz que ha partido de su Atocha natal a otra dimensión en la que sus hermanos Pepe y Luis, con los que fundó varias escuelas, le esperan para seguir siendo ‘Las tres piedras’.

Su «Fray Perico» fue una de las primeras historias que recuerdo y más de un millón de niños de los 80 solo podemos sonreír al evocarlo. Una generación de lectores que nos sentimos «Baldomero el pistolero» o «El Corsario Macario».

Su último guiño travieso ha sido desvelarme, mientras repasaba su efeméride, que también fue el autor de «El libro de los Prodigios», mi primer paseo virtual por El Prado con 9 años, la razón por la que me emocioné la primera vez que recorrí en Madrid la Feria del Libro y la causa por la que cuando visité las Pirámides de Egipto busqué a escondidas resortes que me llevasen a pasadizos secretos. Juan Muñoz fue nuestro Indiana Jones, el maestro que nos demostró que la imaginación y el sentido del humor son las armas más poderosas que tenemos para combatir el miedo, aunque nos falten soldados.

Y por eso, porque se nos va el último maestro, el que formó a los nuestros y nos enseñó el poder de la literatura, les ruego que este domingo miren al cielo o se lo imaginen surcando los mares y le dediquen un par de horitas de buena lectura. No se me ocurre un homenaje más merecido y honesto. Gracias, maestro, porque en tus obras no existe el miedo.