He votado por correo, que es lo mismo que cortar con alguien por mensaje de texto. La fiesta de la democracia es menos alegre desde que el nivel cultural, intelectual y moral de nuestros dirigentes se ha rebajado hasta rebasar los límites tolerados por la delgada línea que separa mi corazón de mi cerebro y nuestra historia se parece más a un escarceo de Tinder que a un cortejo delicado, apasionado y eterno. Las campañas electorales son hoy un «aquí te pillo, aquí te mato», con visitas a las islas de presidentes, ministras y candidatos nacionales de menos de dos horas para contarnos la misma película de siempre e intentar engatusarnos, pero nosotros ya no picamos. Hoy sabemos todo de ellos; lo que hacen, lo que comen, dónde y cómo viven, cuánto les han costado sus chalés, en qué avión privado han volado y tenemos acceso a golpe de ratón a todas las mentiras que nos han ido contando. La vida es una hemeroteca y cada nuevo embuste y promesa rota están recogidas, registradas y colgadas en Internet. Nunca hubo que medir tanto las palabras y jamás habíamos asistido a un vocabulario tan mediocre, parco y escueto.
Echo la vista atrás para recordar cómo hemos podido llegar hasta aquí, en qué momento se nos rompió el amor y cuándo comenzamos a dejar de creer en los finales felices, y sonrío melancólica al evocar aquel domingo de primavera en el Colegio Santa María de Aranda. ¡Qué emocionante fue votar por primera vez y sentirme parte del curso de la historia!
Recuerdo, como el primer beso, oler las papeletas, leer con atención cada programa electoral y creerme parte del destino de un país que, con ese solemne acto, estábamos construyendo juntos. Analicé a cada postulante a alcalde, a las almas que se escondían tras los candidatos de mi comunidad autónoma, y me di cuenta de que los conocimientos adquiridos en derecho constitucional de pronto servían para algo. ¿Quién me iba a decir a mí que, como en las relaciones, las promesas no son vinculantes en política y que todo aquello que un día me ilusionó se convertiría en desconfianza y en una triste rutina? Nos hemos acostumbrado a que nos engañen, a que nos expriman y a que pisoteen nuestros derechos con la misma caradura con la que algún día nos pusieron los cuernos.
El nacimiento de nuevos partidos que venían a renovar nuestras ilusiones y a desapolillar el olor a naftalina de los grandes partidos fue un arcoíris en nuestro mundo en blanco y negro que nos hizo volver a sentir que era posible ir más allá. Un futuro en el que la sanidad volviese a ser justa y de calidad, donde nuestro sistema educativo brillase, nuestras carreteras fuesen seguras y nuestras ciudades bellas, limpias y cuajadas de servicios públicos. ¿Y si las personas que debían gestionar nuestros impuestos estuviesen preparadas para hacerlo y tuviesen una auténtica vocación de servicio público? ¿Y si todos los problemas de los que nos hablan cada cuatro años se resolviesen, en vez de escupirse como reproches entre unos y otros? ¿No tienen la sensación de que todo lo que nos dicen que van a hacer es lo mismo que no hicieron en la última campaña, y en la anterior y en la de más allá? ¿Por qué debo creer que ahora sí que van a hacerlo? Al final una nube cubrió el cielo y el espejismo se esfumó, como aquel novio que nos juró tantas veces que cambiaría y que nos rogó, de rodillas, que le diésemos otra oportunidad porque esta vez era la real y se había dado cuenta de que éramos el amor de su vida, pero al que le faltaron dos cubatas y una morena para volver a herirnos. A mí ya se me ha quebrado algo aquí dentro, se me ha resquebrajado la fe y no creo que sepa volver a casa. No obstante, mi voto ya está depositado esperando el milagro, como cuando cada semana juego el Euromillón, por si el azar estuviese un día de mi lado. Tienen una semana para conquistar al resto, señores y señoras, y cuatro años para demostrarnos que no han sido unos trileros.