Un corsario inglés enfrentándose a un corsario francés. Pintura de Samuel Scott de mediados del siglo XVIII. National Maritime Museum, Greenwich, Londres, Caird Collection.

Ante la probabilidad de ver saqueada la hacienda, o incluso perder la libertad y acabar como cautivo, haciendo compañía a Miguel de Cervantes en los Baños de Argel. Tras sus años de esclavitud Cervantes, a través de Don Quijote, se refirió a la sagrada libertad como el mayor don que los cielos han dado al hombre.

Los ibicencos también estimaban su gloriosa libertad, no se resignaron ni agacharon la cabeza ante el poderoso enemigo y escribieron un capítulo glorioso de su historia al enfrentarse bravamente al peligro.

Comprendiendo que la mejor defensa es un buen ataque, armaron numerosos barcos para hacerse a la mar y dar batalla sin cuartel al enemigo invasor que asolaba la costa y raptaba a sus mujeres. El ibicenco pasó de presa a cazador con patente de corso, una actividad marina a medias entre lo civil y lo militar, que oscilaba entre la esfera privada de la ganancia particular y la pública al servicio del Rey.

Los corsarios eran barcos particulares que, con la aquiescencia del monarca, se dedicaban a la captura de naves de otras naciones que se hallaban en relaciones hostiles con el país expedidor de la patente de corso, carta que recogía las reglas del contrato entre el corsario y la Corona.

Hermandad de San Telmo

Ya en 1787 Ibiza tenía matriculada una flota superior en tonelaje a la de Mallorca y se contaba 746 marinos solo en la Ciudad. Y se funda la Hermandad de San Telmo, encargada de gestionar el rescate de los camaradas de armas caídos en cautiverio.

A primera vista, la estrategia del corsario ibicenco era suicida: iban al encuentro de buques de mayor tonelaje y artillería muy superior en calibre. Su embarcación favorita era el jabeque por su ligereza y ágil maniobrabilidad. (Estas embarcaciones, que llegaron a ser temidas en todo el Mediterráneo, eran botadas en los astilleros del Puerto de Ibiza. En solo 31 años, del 1765 a 1800, llegaron a botarse 144 barcos que sumaban 6084 toneladas. Si esta cifra se suma a los 117 capitanes corsarios ibicencos con historia glosada, es fácil darse cuenta de la gran magnitud que tuvo la lucha corsaria en Ibiza).
El arma favorita del corsario ibicenco eran los frascos de fuego. Un medio bélico temible que consistía en una vasija de doble esfera de cristal con una cuerda en el medio para manejarla; llenos de pólvora, con una mecha en la boca que se encendía en el momento de arrojarlos sobre la cubierta de la nave enemiga, causaban el pánico y la muerte. En pocos segundos, y siempre desde distancias peligrosamente cortas, podían arrojarse hasta 168 frascos que asolaban la nave enemiga.

El tipo de armamento sugería la práctica del abordaje antes que el hundimiento. Solo existía ganancia para armadores y tripulantes en caso de apresamiento de la nave. Del botín tenían que separar el llamado Quinto Real como parte correspondiente a la corona.

La astucia, arrojo, pericia y valor de los corsarios ibicencos pronto se convirtió en legendaria e hicieron temer la costa pitiusa, así como muchos lograron enriquecerse.

Su maniobra favorita presentaba el siguiente ardid: cuando el navío enemigo, confiado en su potencia de fuego y mayor tamaño, se lanzaba a perseguir lo que juzgaba una presa fácil, los ibicencos le dejaban acercarse hasta que viraban súbitamente, enfilando con velocidad rumbo a la proa del sorprendido adversario. Entonces soportaban una terrible lluvia de fuego y metralla mientras acortaban la distancia, prendían los garfios, arrojaban certeramente los ‘frascos’ y saltaban valerosamente al abordaje.

Llevaban la lucha más encarnizada a la cubierta enemiga, consternada ante el peligroso lobo con piel de cordero que tomaron por presa fácil.

EL HONOR DE UN CORSARIO IBICENCO: ANTONIO RIQUER

El día de la Trinidad de 1806 se presentó a la vista de la ciudad de Eivissa una fragata que arbolaba el pabellón británico dando arrogantes bordadas fuera del alcance de los cañones del Castillo. Era el navío Felicity, al mando del corsario de origen italiano, Miguel Novelli, alias El Papa, un verdadero azote de las costas españolas que ahora tenía el atrevimiento de jactarse de su barco de 250 toneladas ante la vista de las murallas ibicencas.

Tal prepotencia fue tomada como un desafío por el corsario ibicenco Antonio Riquer, quien no dudó un instante en aceptar el público reto ordenando botar al agua su jabeque, el San Antonio, que en ese momento estaba carenándose en tierra.

La actividad en Vila se hizo frenética: tocaron a rebato las campanas, redoblaron tambores...todo el vecindario del popular barrio de La Marina deseaba embarcar junto a su admirado y querido corsario para responder el desafío del barco de la Pérfida Albión.

Riquer escogió los voluntarios que acompañarían a su tripulación y después de celebrar breve misa en San Telmo, embarcaron en el San Antonio.

En el momento de largar velas, un ágil anciano subió a bordo del jabeque de 27 toneladas, venciendo la resistencia del capitán: era su propio padre, Francisco, el cual dijo con firmeza: «Si no valgo para saltar al abordaje, sí que valgo para servir de blanco. Las balas a mí dirigidas a ti no te herirán, ni a aquellos valientes que a tu lado lucharán».

Y con él se hizo a la mar el San Antonio para encontrarse con el Felicity. Los tripulantes del navío británico, una mezcla de italianos, malteses, sardos, portugueses, raguseos...no daban crédito a sus ojos ante la osadía ibicenca. La diferencia de tamaño entre ambas naves era espectacular: los que observaron desde las murallas el combate afirmaron que el jabeque semejaba la lancha de apoyo del buque de il Papa. Era como la vieja lucha de David contra Goliat. Pero el abismal desequilibrio de fuerza era suplido con la mejor maniobrabilidad del jabeque y el orgullo, arrojo y pericia de sus tripulantes.
El Felicity asistía fascinado al temerario avance ibicenco. Ya no había vuelta atrás en el desigual duelo. La suerte estaba echada y a la primera descarga inglesa murieron cinco ibicencos, entre ellos el generoso progenitor de Riquer. Pero el capitán, aún salpicado por la caliente sangre paterna, mantuvo fría la cabeza mientras el corazón le estallaba de dolor y la sangre hervía en sus venas, y gritó la esperada orden: «Preparad los frascos y ¡al abordaje!».

Los frascos de fuego hábilmente arrojados llevaron el infierno a la cubierta enemiga y los garfios abarloaron las dos naves, permitiendo que Riquer y los suyos saltaran pistola en mano y hacha o sable en la otra. Entonces el avance ibicenco a la victoria fue irresistible y el combate se decidió pronto, con la rendición de un enemigo a quien se respetó la vida.

La cubierta estaba bañada de sangre, cuerpos mutilados caían al mar, se apagaban los últimos fuegos... pero no había ni rastro del il Papa. Este se había escondido, acongojado del cambio de tornas de una situación provocada por su propia vanidad: le hallaron oculto en su camarote como un conejo estaría en su madriguera.

La llegada a puerto fue triunfal y muchos afirmaron que la muerte del padre fue la más honorable que pudiera imaginarse: en combate naval por la defensa de su isla y en los brazos de su hijo. El obelisco que se levanta como tributo a los corsarios (único en el mundo) se erigió en recuerdo de esta gesta.
Pero ese combate solo fue una de las muchas batallas que sostuvo victorioso el corsario ibicenco. Antonio Riquer Arabi (1773-1846) nació en el barrio de La Marina, en la calle Obispo Cardona 40, y de él se decía que era un corsario caballeroso, agradecido y siempre osado.

El nombre de Riquer era conocido en todo el Mediterráneo y fue siempre temido y respetado ya fuera navegando en el jabeque Vives, la goleta Intrépida o en la Polacra. Su vida aventurera, que podía ser fuente inspiradora de novelas y películas, se conjugaba con un carácter noble y leal a los amigos y un amor absoluto a la mar, la única patria de los hombres libres.

Estos otros episodios dan cuenta de su sentido el honor:

Cuando el general Elío fue hecho preso por absolutista, Riquer se presentó en el calabozo sobornando a los guardias para liberarle a toda costa. Y tuvo lugar este magnífico dialogo entre dos antiguos amigos «¿Cómo has llegado hasta aquí?» pregunta el general. «Con llave de oro» contesta el corsario. «Qué quieres de mí». «Llevármelo» «¿A dónde?» «¡A los infiernos! Tengo la Polacra en el puerto e iremos adonde convenga.»

El emocionado general abrazó a Riquer pero rechazó insistentemente la libertad servida en bandeja, diciendo: «No quiero arrastrarte en mi desgracia viejo amigo». Y el corsario abandonó la estancia llorando.

El otro tuvo lugar en el puerto de Málaga: el general Torrijos era perseguido por liberal y escapaba en una pequeña embarcación para salvar la vida. Riquer le ve en apuros e inmediatamente le tiende una escala acogiendo al fugitivo y manda largas velas. Pero el viento no les ayudo y no pudieron burlar el bloqueo de las naves del gobierno que los rodeaban. Torrijos fue fusilado. Riquer salvó la vida por méritos de sus altos hechos, su extraordinario historial al servicio de la patria, y el convencimiento de que actuó por impulso de natural generosidad.

Muchas de las empresas que acometió en servicio de la patria las sufragó con su propio capital, como cuando propuso en 1822 (había sido nombrado un año antes Teniente de Fragata por Real Orden) al Ayuntamiento de Ibiza el marchar en auxilio de Cartagena. Esta era defendida a sangre y fuego contra las invasoras fuerzas francesas. Se armó en corso la Polacra, una goleta de Pedro Sala, y el falucho grande de D. Juan Ramon. Llegaron a Cartagena y desembarcando tomaron el mando de las piezas de artillería en el momento álgido de la batalla, justo cuando los franceses estaban convencidos del éxito de su asalto. Algo que fue impedido por la bravura ibicenca.

El agitado panorama político de la España que vivió, con sus traidoras invasiones y cambios de gobierno, le hizo presenciar la caída de algunos amigos. Pero pese a su lealtad a la patria, el natural osado y generoso de Riquer siempre se impuso.
La fortuna ayuda a los audaces.