Ignasi Landaburu en su tienda, Can Vinyes. | Toni Planells

Ignasi Landaburu (1961) ha pasado toda su vida en el barrio de La Marina. Está, junto a su hermano, al frente de la tienda de sanallons y productos de mimbre Can Vinyes, en la calle de Sa Creu, que puso en marcha su abuela a principios del siglo pasado.

—¿Nació usted aquí mismo?
—Mi hermano sí, nació en la misma calle Castelar 30, que era dónde estaba nuestra casa, pero cuando nací yo mi madre tuvo complicaciones en el parto y yo nací en la clínica Villangómez, en la Avenida España.

—¿Conserva ese piso en Castelar 30?
—No. Estábamos de alquiler. Sin embargo estuvimos allí tres generaciones: mi abuela, mis padres y nosotros. Al final estuvo una tía mía y ya lo dejamos hace años, cuando murió. Ahora vivo en la calle Carlos V, he sido vilero toda la vida. Pasé toda mi infancia en el barrio de La Marina.

—¿Cómo era ser un crío en La Marina en aquellos años?
—Era increíble. Durante el curso, cuando salíamos del colegio al mediodía lo primero que hacíamos era preguntar quién tenía la pelota para quedar a jugar hasta la hora de comer. Luego volvíamos al colegio otra vez a las tres hasta las cinco. En verano esto era una gloria, salíamos (mi hermano y yo) de casa a las nueve, pasábamos por la tienda a saludar a mi madre y no aparecíamos hasta las dos de la tarde. Después de comer otra vez nos íbamos y hasta la noche no volvíamos a aparecer.

—¿Qué hacían?
—Eramos una pandilla enorme. Una piña en la que había chavales de todas las edades, seríamos unos 15. Jugábamos a fútbol o a ladrones y policías: poníamos fronteras en s’aranyet o en Puig d’es Molins que unos no podían traspasar.

—¿Había las típicas rivalidades entre barrios?, ¿Se peleaban con los de Dalt Vila?
—Sí, y no solo con los de Dalt Vila. No hacía falta ir tan lejos, nosotros nos peleábamos con los de Sa Murada (lo que es toda la calle de las farmacias desde Can Vadell), lo normal de cuando eres crío. Pero todo cambió cuando empezó el tema del supermercado de la droga. A alguno de mi quinta le enganchó esta época de mala manera y murió.

—En esa época dónde el cosmopolitismo del turismo se encontraba con la vida tradicional de los ibicencos de la zona, ¿interactuaban unos con otros?
— Sí, de hecho aquí en frente estaba la Fonda Victoria (ahora está el Wesselton). A principios de julio siempre venían los que nosotros llamábamos los franceses, que era una familia con siete u ocho hijos. Esperábamos su llegada impacientes para poder verlos y jugar con ellos todo el verano, se integraban perfectamente con nosotros. Todos los veranos de mi infancia los pasaron aquí. De hecho mi hermano mantiene correspondencia con Dominique, uno de ellos que ahora es un arquitecto de cierto prestigio.

—¿Recuerda alguna anécdota concreta con esta familia?
—Recuerdo que al principio no entendían la fiesta de Sant Cristófol, se trataba de mojarnos unos a otros y cuanto más mojados mejor. Poníamos agua en una bolsa de plástico, le hacíamos un agujero y nos mojábamos unos a otros. La primera vez que los mojamos a ellos se agarraron un buen cabreo, «¡pero qué diablos es esto!» decían cabreadísimos. Pero pronto lo entendieron y ya te digo que se integraron con nosotros perfectamente.

— ¿Qué otras fiestas celebraban?
—Sin duda la más bonita era la celebración de Sant Joan. Era una maravilla. Cuando terminaba Semana Santa ya nos acercábamos a Can Tarrés a buscar una caja de zapatos. Le hacíamos un agujero y escribíamo: «Esto es una colecta para el fuego de Sant Joan de la calle de Sa Creu». Entonces recorríamos todas las tiendas para que hicieran su aportación y prácticamente todo el mundo aportaba algo. Unos más y otros menos, pero había quién incluso nos ponía un billete de cien pesetas. Cuando eso ocurría era una fiesta. Con el dinero recaudado los mayores compraban papel en Can Verdera. Pasábamos horas recortando banderitas y pegándolas en una cuerda para decorar el barrio la semana de Sant Joan, con las fallas que hacíamos que, aunque no fueran como las de Valencia, sí tenían ciertas formas de persona y tal.

—¿Lo preparaban todo los niños del barrio?
—No, se implicaba todo el mundo. Los mayores iban a ses feixes y traían baladre para hacer unos arcos a las entradas del barrio. También se ponían bombillas si conseguíamos liar a algún electricista. Se montaba un sarao más que considerable con altavoces, música y de todo. El sarao duraba desde el día 20 al mismo 24.

—¿Los franceses y demás extranjeros cómo lo afrontaban?
—Veías a muchos peluts que alucinaban al ver esto, se acercaban a mirar los discos y se lo pasaban pipa. Además uno de los vecinos, Bagaix, nos dejaba sus discos y poníamos a Frank Zappa, Led Zeppelin, Deep Purple o Bob Dylan en la fiesta de Sant Joan. Yo escuchaba eso y ni siquiera tenía claro si me gustaba o no. Yo soy muy melómano es verdad que es a raíz de eso. También es verdad que tras Led Zeppelin poníamos a Camilo Sesto o Nino Bravo.

—No hemos hablado de la tienda de Can Vinyes.
—Pues resulta que Can Vinyes, el nombre de la tienda, no es el de nuestra familia. Era el nombre del anterior dueño de la tienda en la que había sacos de arroz y estas cosas que se vendían entonces. Entre 1910 y 1914 el cuñado de mi abuelo, que sí que era de Can Vinyes, se la ofreció a mi abuela, Rita. Después se la quedó mi madre, Vicenta, hasta que hace unos 10 años que lo llevamos mi hermano y yo cuando mi madre empezó a estar más flojita. Pero de pequeños ya estábamos siempre ayudando, vigilando, poniendo precios y si hacía falta vender algo lo vendíamos.