José Sala, de Es Pins, en la panadería de su negocio. | Toni Planells

José Sala (Ibiza, 1969), y su familia continúan el negocio que su padre y su tío pusieron en marcha hace más de 50 años en Sant llorenç. Un bar y restaurante que combinan su buen hacer con el de la elaboración de los panes payeses, con ese toque anisado característico de Es Pins.

— ¿La casa de su familia se llama como su local, Es Pins?
— La casa donde nacimos todos se llama can Armat. Un poco más abajo de Es Pins, en Sant Llorenç. Bueno, yo nací en Vila, en Can Alcántara. Sin embargo, no nos conocen como los de can Armat, todos nos conocen como d’Es Pins. A mi padre ya le llamaban Joan d’Es Pins.

— ¿Cuándo abrió su padre el negocio?
— En 1971. Cuando yo solo tenía dos años. Mi padre era muy trabajador, también trabajó durante 30 años en Iberia. El bar lo abrió en lo que era el almacén. Aunque ya había un par de bares por la zona, Can Curuner y Can Juanito, en aquella época se llevaban todos bien. No había empujones. Con una caja de cocacolas y otra de cervezas pasabas la semana entera. Poco a poco, la cosa fue creciendo, mi madre hacía alguna olla de lentejas que se acaban vendiendo en el bar hasta que montó el restaurante.

— ¿Tuvo que trabajar desde niño?
— No te creas que mucho. Estábamos allí toda la familia. Mi tío, Mariano, que estaba tras la barra, mi madre, Margalida, y mis abuelos Pep y Maria.

— En la primera época del bar, Supongo que sería la mar de tranquilo, ¿o había alguna pelea?
— Alguna ‘rascada’ había de vez en cuando. Piensa que tras unos cuantos coñacs y alguna movida con las cartas, podía haber algún que otro altercado.

— ¿Se jugaba mucho a cartas?
— Esto era ‘puerta y puerta’. Se jugaba mucho, sí. Había quien se tenía que ir de Ibiza porque debían demasiado dinero. Unos se iban a Suiza, otros a Argelia. Con el juego hubo quién perdió mucho dinero, incluso casas y fincas. También hubo quién las ganó, claro.

— El pan, ¿se lo han hecho siempre?
— Así es. Desde el primer día que se abrió el bar. Lo hacía mi abuela en can Armat, en el horno de la casa. Todavía la recuerdo, cada tantos días, con dos o tres panes en su sanalló de camino al bar.

— ¿Siguen haciendo el pan de la misma manera?
— Sí, claro. Primero lo hacía mi abuela, luego empezó a hacerlo mi madre y ahora, aunque ahora tenemos a más gente, es mi mujer, Maricruz, quien sabe hacerlo. El pan lo hacían siempre las mujeres, aunque, como se amasaba a mano, amasábamos todos.

— ¿Siguen haciendo el mismo pan?
— Sí, se hace el pan tal como lo conocí yo cuando era pequeño. Con el mismo toque anisado que le da la batafaluga, igual que lo hacía mi abuela. Harina, agua, levadura y batafaluga. Ahora haremos unos 70 u 80 cada día.

— ¿Guardan la masa madre de su abuela?
— No. Usamos levadura industrial desde que yo era bien pequeño.

— ¿Qué recuerdo tiene de la llegada del turismo?
— Tengo el recuerdo de que, antes de que viéramos a las primeras turistas, las únicas mujeres que habíamos visto iban vestidas de payesas o muy recatadas. Imagínate cuando vimos a las primeras turistas con las cuixes al aire. Todavía me las miro [ríe].

— ¿Tiene recuerdos de los ‘hippies’ de la zona?
— Sí. De hecho, mi abuela era la amiga de todos los peluts de la zona. No es que vinieran mucho al bar, pero iban a comprarle pan, leche y queso que mi abuela María también hacía en su casa con las vacas que tenía.

— ¿Sigue siendo un negocio familiar?
— Así es. Estamos toda la familia, mi mujer y mis dos hijos, Carlos y Joan, también trabajan aquí. Mi hermana (que trabaja en el Ayuntamiento) también suele estar, sobre todo, a la hora de comer [ríe].

— Parece que el futuro está asegurado con sus hijos, ¿piensa en jubilarse?
— No puedo. Soy autónomo. [su hijo, que pasa por al lado, exclama con humos y rotundidad «¡si ya está jubilado!»]. (Risas).